"Aunque
los musicales son un producto americano
también los hay europeos"
Lars von Trier
también los hay europeos"
Lars von Trier
Dentro
de la nouvelle vague francesa surgida a finales de los años
50, aparecieron muchos cineastas con estilos muy diferentes. Uno
de ellos fue el desaparecido Jacques Demy, cuya admiración
por el musical americano le condujo a experimentar con nuevas formas
plásticas de combinar la música con las imágenes.
Después de debutar con Lola
(1960), ópera prima en la que ya asomaban las características
que pronto se apreciarían en sus films posteriores, Demy
se volcó decididamente en su particular exploración
de las posibilidades expresivas de ese cine musical que había
sido abordado con tanta ligereza en los Estados Unidos. La originalidad
de sus planteamientos a la hora de mezclar el melodrama romántico
con el género musical dio como resultado una obra innovadora
que tuvo gran impacto entre crítica y público. La
primera película que Demy realizó dentro de esta línea
fue Los paraguas de Cherburgo
(1964), coproducción franco—alemana que en su día
se alzó con la Palma de Oro en el Festival de Cannes y catapultó
la carrera de la actriz Catherine Deneuve.
El argumento secciona el film en tres partes: la partida, la ausencia
y el regreso. La primera parte se inicia en noviembre de 1957 y
nos muestra la historia de amor entre Geneviève (Catherine
Deneuve), una muchacha que trabaja en una tienda de paraguas, y
Guy (Nino Castelnuovo), un joven mecánico algo mayor que
ella. La pareja tiene previsto casarse, pero Guy es llamado para
cumplir el servicio militar en Argelia por un periodo de dos años.
Ante la incertidumbre de cuando volverán a verse, ambos deciden
pasar su última noche juntos. La segunda parte nos presenta
a Geneviève encinta y en una situación constante de
soledad e indecisión: las cartas de Guy se vuelven cada vez
más infrecuentes y vagas y, al mismo tiempo, ella recibe
la proposición de matrimonio de Roland Cassard (Marc Michel),
un joyero que está dispuesto a hacerse cargo de la criatura.
Apremiada por su madre (Anne Vernon), la joven acepta casarse con
el diamantista y se marcha de Cherburgo. En la tercera parte, Guy
regresa y se va sintiendo paulatinamente más triste ante
la nueva situación. Desorientado y taciturno, decide casarse
con Madeleine (Ellen Farmer), la joven que cuidaba de la tía
enferma de Guy —ahora fallecida—, y abre una gasolinera
con el dinero de la herencia. En un epílogo, ubicado temporalmente
en diciembre de 1963, Geneviève y Guy vuelven a encontrarse:
ella se detiene accidentalmente con su automóvil a repostar
en la gasolinera de Guy. Para entonces, ambos ya han rehecho sus
vidas y no tienen nada que decirse.
El
final de la película se nos antoja irremediablemente triste
siempre que lo volvemos a ver. La frialdad con la que ambos se tratan
nos sugiere una sensación de conformismo y resignación
respecto a sus vidas actuales, actitud que procuran enmascarar bajo
el semblante de dos rostros endurecidos por las circunstancias que
les han caído en suerte. A tal efecto contribuyen decisivamente
los fenómenos naturales y el vestuario presentados en la
escena: la acción tiene lugar de noche, en mitad de una nevada,
y, mientras que Guy viste un mono de trabajo, Geneviève luce
un vestido muy elegante que marca la diferencia social que los separa.
Por otra parte, la escena inicial ya nos da la medida de las pretensiones
estéticas de Jacques Demy. Mediante un fundido en negro con
apertura en iris, vemos un plano general del puerto de Cherburgo
desde una ángulo elevado. La cámara lleva a cabo una
pausada panorámica vertical que sitúa el objetivo
en picado, en posición perpendicular al suelo. Instantáneamente,
empieza a llover y apreciamos como las gotas de agua en su caída
se alejan progresivamente del primer plano. Al mismo tiempo, comenzamos
a escuchar la sentimental partitura de Michel Legrand y observamos
a la gente cruzando el cuadro de la pantalla en distintas direcciones.
De repente, una fila de paraguas se detiene para dejar pasar a una
madre que lleva a su bebé en un carrito. En la pantalla,
aparece en sobreimpresión el título original de la
película.
Lejos estamos en ese momento de sospechar que Los
paraguas de Cherburgo es una obra con los diálogos
íntegramente cantados a modo de ópera. La extrañeza
inicial que este hecho puede producir en el espectador se supera
rápidamente por el desmelenadísimo romanticismo fatalista
que rezuma el film y uno pasa a encontrarse súbitamente cautivado
por la belleza pictórica de los decorados de Bernard Evein
y los emotivos compases de la música de Legrand. La grandeza
del cine de Jacques Demy reside precisamente en el talento con el
que es capaz de combinar dichos elementos y concederles especial
relevancia. La decoración está muy trabajada a nivel
cromático de manera que el uso del color, por irreales que
resulten sus tonalidades, tenga un significado expresivo en cada
escena. Abundan los colores vivos en las escenas alegres y los colores
oscuros en las escenas tristes (como, por ejemplo, la despedida
en la estación de tren) y su intensidad está muy mesurada.
La ropa, los muebles y el papel pintado de las paredes de las habitaciones
son un verdadero espectáculo pictórico deudor de los
cuadros de Matisse. En ello, hallamos, pues, una ruptura voluntaria
con la realidad y una intencionada artificiosidad colorista con
la que Demy subraya su voluntad de estilo.
No
obstante, todos estos componentes reunidos a la vez en una película
podrían sugerirnos una fácil caída en la sensiblería
más espantosa y visualmente llamativa. Sin embargo, Demy
los maneja con una habilidad que aparta a la obra en todo momento
del terreno de la cursilería y la introduce en el de la amargura
propia de las historias de amor truncadas por el propio devenir
de la vida. Un devenir que conduce a las personas por caminos de
circularidad en medio de los cuales se dan encuentros, separaciones
y pérdidas definitivas que tienen lugar por la propia naturaleza
azarosa y casual de la existencia humana. Sin ir más lejos,
el personaje que finalmente se casa con Geneviève, Roland
Cassard, había sido el joven enamorado de Anouk Aimée
que finalmente partía hacia un destino desconocido en la
antes mencionada Lola.
El
momento álgido de romanticismo en Los
paraguas de Cherburgo es la citada escena de la despedida
de la pareja en la estación de tren. Se trata de una escena
a la que el cineasta francés trata de dar un énfasis
especial, subrayando su relevancia por medio de una planificación
muy clásica y precisa —que nos recuerda las despedidas
de las grandes historias de amor hollywoodenses— y también
mediante el uso de la canción Je t'attendrai, que
previamente ya ha sido anunciada como leitmotiv musical de
la película y que constituyó uno de los éxitos
más populares del compositor Michel Legrand.
En
vista de los buenos resultados obtenidos con Los
paraguas de Cherburgo, Jacques Demy trató de adentrarse
más plenamente en el terreno del musical americano con su
siguiente película Las señoritas
de Rochefort (1967), donde además hizo bailar
a las hermanas Catherine Deneuve y Françoise Dorléac
acompañadas por el veterano coreógrafo y bailarín
estadounidense Gene Kelly. Por desgracia, el resultado no acabó
de cuajar, aunque ambas películas han pasado a componer,
junto con Lola, un tríptico
sobre las ciudades francesas de provincias.
Pese a todo, la experiencia no desanimó a Demy, quien, casi
veinte años después de Los
paraguas de Cherburgo, volvió a rodar otra película
íntegramente cantada, Una habitación
en la ciudad (1982), que suple el romanticismo de su
precedente por medio de una historia de tintes más realistas
y con un final absolutamente descorazonador.
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