lunes, 3 de marzo de 2014

LOS PARAGUAS DE CHERBURGO, por Carlos Giménez Soria

D

 "Aunque los musicales son un producto americano
también los hay europeos"
Lars von Trier

 Dentro de la nouvelle vague francesa surgida a finales de los años 50, aparecieron muchos cineastas con estilos muy diferentes. Uno de ellos fue el desaparecido Jacques Demy, cuya admiración por el musical americano le condujo a experimentar con nuevas formas plásticas de combinar la música con las imágenes. Después de debutar con Lola (1960), ópera prima en la que ya asomaban las características que pronto se apreciarían en sus films posteriores, Demy se volcó decididamente en su particular exploración de las posibilidades expresivas de ese cine musical que había sido abordado con tanta ligereza en los Estados Unidos. La originalidad de sus planteamientos a la hora de mezclar el melodrama romántico con el género musical dio como resultado una obra innovadora que tuvo gran impacto entre crítica y público. La primera película que Demy realizó dentro de esta línea fue Los paraguas de Cherburgo (1964), coproducción franco—alemana que en su día se alzó con la Palma de Oro en el Festival de Cannes y catapultó la carrera de la actriz Catherine Deneuve.

Fotograma de Los paraguas de Cherburgo.

El argumento secciona el film en tres partes: la partida, la ausencia y el regreso. La primera parte se inicia en noviembre de 1957 y nos muestra la historia de amor entre Geneviève (Catherine Deneuve), una muchacha que trabaja en una tienda de paraguas, y Guy (Nino Castelnuovo), un joven mecánico algo mayor que ella. La pareja tiene previsto casarse, pero Guy es llamado para cumplir el servicio militar en Argelia por un periodo de dos años. Ante la incertidumbre de cuando volverán a verse, ambos deciden pasar su última noche juntos. La segunda parte nos presenta a Geneviève encinta y en una situación constante de soledad e indecisión: las cartas de Guy se vuelven cada vez más infrecuentes y vagas y, al mismo tiempo, ella recibe la proposición de matrimonio de Roland Cassard (Marc Michel), un joyero que está dispuesto a hacerse cargo de la criatura. Apremiada por su madre (Anne Vernon), la joven acepta casarse con el diamantista y se marcha de Cherburgo. En la tercera parte, Guy regresa y se va sintiendo paulatinamente más triste ante la nueva situación. Desorientado y taciturno, decide casarse con Madeleine (Ellen Farmer), la joven que cuidaba de la tía enferma de Guy —ahora fallecida—, y abre una gasolinera con el dinero de la herencia. En un epílogo, ubicado temporalmente en diciembre de 1963, Geneviève y Guy vuelven a encontrarse: ella se detiene accidentalmente con su automóvil a repostar en la gasolinera de Guy. Para entonces, ambos ya han rehecho sus vidas y no tienen nada que decirse.

Fotograma de Los paraguas de Cherburgo.
Fotograma de Los paraguas de Cherburgo. 

El final de la película se nos antoja irremediablemente triste siempre que lo volvemos a ver. La frialdad con la que ambos se tratan nos sugiere una sensación de conformismo y resignación respecto a sus vidas actuales, actitud que procuran enmascarar bajo el semblante de dos rostros endurecidos por las circunstancias que les han caído en suerte. A tal efecto contribuyen decisivamente los fenómenos naturales y el vestuario presentados en la escena: la acción tiene lugar de noche, en mitad de una nevada, y, mientras que Guy viste un mono de trabajo, Geneviève luce un vestido muy elegante que marca la diferencia social que los separa.

Por otra parte, la escena inicial ya nos da la medida de las pretensiones estéticas de Jacques Demy. Mediante un fundido en negro con apertura en iris, vemos un plano general del puerto de Cherburgo desde una ángulo elevado. La cámara lleva a cabo una pausada panorámica vertical que sitúa el objetivo en picado, en posición perpendicular al suelo. Instantáneamente, empieza a llover y apreciamos como las gotas de agua en su caída se alejan progresivamente del primer plano. Al mismo tiempo, comenzamos a escuchar la sentimental partitura de Michel Legrand y observamos a la gente cruzando el cuadro de la pantalla en distintas direcciones. De repente, una fila de paraguas se detiene para dejar pasar a una madre que lleva a su bebé en un carrito. En la pantalla, aparece en sobreimpresión el título original de la película.
Fotograma de Los paraguas de Cherburgo.

Lejos estamos en ese momento de sospechar que Los paraguas de Cherburgo es una obra con los diálogos íntegramente cantados a modo de ópera. La extrañeza inicial que este hecho puede producir en el espectador se supera rápidamente por el desmelenadísimo romanticismo fatalista que rezuma el film y uno pasa a encontrarse súbitamente cautivado por la belleza pictórica de los decorados de Bernard Evein y los emotivos compases de la música de Legrand. La grandeza del cine de Jacques Demy reside precisamente en el talento con el que es capaz de combinar dichos elementos y concederles especial relevancia. La decoración está muy trabajada a nivel cromático de manera que el uso del color, por irreales que resulten sus tonalidades, tenga un significado expresivo en cada escena. Abundan los colores vivos en las escenas alegres y los colores oscuros en las escenas tristes (como, por ejemplo, la despedida en la estación de tren) y su intensidad está muy mesurada. La ropa, los muebles y el papel pintado de las paredes de las habitaciones son un verdadero espectáculo pictórico deudor de los cuadros de Matisse. En ello, hallamos, pues, una ruptura voluntaria con la realidad y una intencionada artificiosidad colorista con la que Demy subraya su voluntad de estilo.
Fotograma de Los paraguas de Cherburgo. 
No obstante, todos estos componentes reunidos a la vez en una película podrían sugerirnos una fácil caída en la sensiblería más espantosa y visualmente llamativa. Sin embargo, Demy los maneja con una habilidad que aparta a la obra en todo momento del terreno de la cursilería y la introduce en el de la amargura propia de las historias de amor truncadas por el propio devenir de la vida. Un devenir que conduce a las personas por caminos de circularidad en medio de los cuales se dan encuentros, separaciones y pérdidas definitivas que tienen lugar por la propia naturaleza azarosa y casual de la existencia humana. Sin ir más lejos, el personaje que finalmente se casa con Geneviève, Roland Cassard, había sido el joven enamorado de Anouk Aimée que finalmente partía hacia un destino desconocido en la antes mencionada Lola.
Fotograma de Los paraguas de Cherburgo.El momento álgido de romanticismo en Los paraguas de Cherburgo es la citada escena de la despedida de la pareja en la estación de tren. Se trata de una escena a la que el cineasta francés trata de dar un énfasis especial, subrayando su relevancia por medio de una planificación muy clásica y precisa —que nos recuerda las despedidas de las grandes historias de amor hollywoodenses— y también mediante el uso de la canción Je t'attendrai, que previamente ya ha sido anunciada como leitmotiv musical de la película y que constituyó uno de los éxitos más populares del compositor Michel Legrand. 

Fotograma de Los paraguas de Cherburgo.

En vista de los buenos resultados obtenidos con Los paraguas de Cherburgo, Jacques Demy trató de adentrarse más plenamente en el terreno del musical americano con su siguiente película Las señoritas de Rochefort (1967), donde además hizo bailar a las hermanas Catherine Deneuve y Françoise Dorléac acompañadas por el veterano coreógrafo y bailarín estadounidense Gene Kelly. Por desgracia, el resultado no acabó de cuajar, aunque ambas películas han pasado a componer, junto con Lola, un tríptico sobre las ciudades francesas de provincias.

Pese a todo, la experiencia no desanimó a Demy, quien, casi veinte años después de Los paraguas de Cherburgo, volvió a rodar otra película íntegramente cantada, Una habitación en la ciudad (1982), que suple el romanticismo de su precedente por medio de una historia de tintes más realistas y con un final absolutamente descorazonador. 


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