Para estas cosas sería
preferible dejar pasar un tiempo prudencial, permitir que el poso de sus
imágenes se vaya asentando en la memoria y sólo entonces, después de
comprobado el peso que deja en el recuerdo, tirarse a la piscina o a la
socorrista de la piscina con una valoración tan contundente. Pero
sinceramente no me apetece ser prudente. Y menos cuando nos referimos a una propuesta tan
excesiva y falta de moderación como la de Chantal Akerman, sólo comparable en radicalidad a la estima que siento por ella. Porque Jeanne Dielman, 23 quai du Commerce, 1080 Bruxelles figura
desde ya entre mis diez películas favoritas de todos los tiempos. Y
además se postula como firme candidata a hacerse algún día, quién podría
asegurarlo, con el primer puesto...
Si tuviera que definirla en unas cuantas
palabras, si me obligárais a sintetizar sus 193 minutos en apenas una
frase lapidaria diría sencillamente, y no me temblaría la voz, que con
ella Akerman tuvo la valentía de filmar lo que Antonioni u Ozu soñaron toda su
vida y nunca tuvieron cojones de hacer. Jeanne Dielman es un milagro
del séptimo arte que logra despojar al cine de cuantas cicatrices
estigmatizan necesariamente el cuerpo
de un medio que es, por definición, puro artificio.
Todas las yagas de la ficción se desvanecen en ella, se volatilizan en
el
paroxismo de lo artificioso para persuadirnos, y de qué manera, de que
asistimos al terrible espectaculo de la vida cotidiana tal cual, sin
filtros, ni aditivos ni conservantes. Lo cual, por supuesto, constituye
una enorme mentira, pero una mentira tan bien armada que cualquiera
estará dispuesto a aceptarla como verdad.
Posicionada así en el polo más opuesto que quepa imaginar al cine estrafalario de David Lynch
o al pretencioso de Lars von Trier, a los que sin embargo da sopas con honda en
cuanto a arrojo, sinceridad y extremismo, para mí Jeanne Dielman
supone una lección antológica de cómo debe construirse el discurso
cinematográfico, un discurso que se aleja radicalmente de los resortes y
engranajes propios de la literatura o que se desnuda por completo de
cualquier intención pseudofilosófica. Un discurso que se revela además
como genuínamente cinematográfico en cada uno de sus planos, en cada una
de sus secuencias, en cada uno de sus silencios. La película de Akerman
dice y habla de muchas cosas, pero las dice y las habla como le
corresponde decirlas y hablarlas al cine, como en definitiva sólo el
cine puede hacerlo: con la rotunda elocuencia que se desprende de la
fisicidad de las imagenes en movimiento, signifique eso lo que sea que
se suponga deba significar.
Insisto, un chute puro de cine, el más puro que recuerde haberme metido nunca pal cuerpo.
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