sábado, 22 de marzo de 2014

JEANNE DIELMAN, en Letrinas



Para estas cosas sería preferible dejar pasar un tiempo prudencial, permitir que el poso de sus imágenes se vaya asentando en la memoria y sólo entonces, después de comprobado el peso que deja en el recuerdo, tirarse a la piscina o a la socorrista de la piscina con una valoración tan contundente. Pero sinceramente no me apetece ser prudente.  Y menos cuando nos referimos a una propuesta tan excesiva y falta de moderación como la de Chantal Akerman, sólo comparable en radicalidad a la estima que siento por ella. Porque Jeanne Dielman,  23 quai du Commerce, 1080 Bruxelles figura desde ya entre mis diez películas favoritas de todos los tiempos. Y además se postula como firme candidata a hacerse algún día, quién podría asegurarlo, con el primer puesto...

Si tuviera que definirla en unas cuantas palabras, si me obligárais a sintetizar sus 193 minutos en apenas una frase lapidaria diría sencillamente, y no me temblaría la voz, que con ella Akerman tuvo la valentía de filmar lo que Antonioni u Ozu soñaron toda su vida y nunca tuvieron cojones de hacer.  Jeanne Dielman es un milagro del séptimo arte que logra despojar al cine de cuantas cicatrices estigmatizan necesariamente el cuerpo de un medio que es, por definición, puro artificio. Todas las yagas de la ficción se desvanecen en ella, se volatilizan en el paroxismo de lo artificioso para persuadirnos, y de qué manera, de que asistimos al terrible espectaculo de la vida cotidiana tal cual, sin filtros, ni aditivos ni conservantes. Lo cual, por supuesto, constituye una enorme mentira, pero una mentira tan bien armada que cualquiera estará dispuesto a aceptarla como verdad. 
Posicionada así en el polo más  opuesto que quepa imaginar al cine estrafalario de David Lynch o  al pretencioso de  Lars von Trier, a los que sin embargo da sopas con honda en cuanto a arrojo, sinceridad y extremismo, para mí Jeanne Dielman supone una lección antológica de cómo debe construirse el discurso cinematográfico, un discurso que se aleja radicalmente de los resortes y engranajes propios de la literatura o  que se desnuda por completo de cualquier intención pseudofilosófica. Un discurso que se revela además como genuínamente cinematográfico en cada uno de sus planos, en cada una de sus secuencias, en cada uno de sus silencios. La película de Akerman dice y habla  de muchas cosas, pero las dice y las habla como le corresponde decirlas y hablarlas al cine, como en definitiva sólo el cine puede hacerlo: con la rotunda elocuencia que se desprende de la fisicidad de las imagenes en movimiento, signifique eso lo que sea que se suponga deba significar.
Insisto, un chute puro de cine, el más puro que recuerde haberme metido nunca pal cuerpo.
 



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