sábado, 25 de enero de 2014

KILLER OF SHEEP, en 39 escalones


¿Cómo era posible que un porcentaje tan alto de la población de Estados Unidos jamás se viese representada en el cine más allá del típico criado gracioso o la negraza con un pañuelo anudado en la cabeza ayudando a ceñir un corsé? Pues simple y llanamente por racismo. Si consciente e intencionado o no, es lo de menos.

En el mundo del cine americano hay dos momentos en que el panorama cambia. En primer lugar, con el fenómeno llamado blaxploitation, o explotación de lo negro, allá por los 70, con productos de ínfima calidad, como Cleopatra Jones , cinta de acción y espionaje con protagonistas de pelo a lo afro, o Blácula, un cuento de vampiros en el Harlem de patillas largas y pantalones de campana, pero con ocasionales destellos de lucidez, como Las noches rojas de Harlem, como se tituló en España Shaft. Después, hay que esperar a Spike Lee en los 80.

Entre ambos momentos se encuentra esta rara Killer of Sheep, que suele aparecer incluida en esas famosas listas de las mejores películas de todos los tiempos.

Charles Burnett, el autor y director, estudiante de la UCLA, buscó la realidad en la que vivían los negros de norteamérica, y centró su mirada en las zonas urbanas deprimidas de Los Ángeles, la barriada de Watts. Filmó una de las películas más desgarradoras de los 70, utilizando actores no profesionales, con un presupuesto mínimo, y rodando en 16 milímetros.

Stan es un hombre bueno, corriente, humilde, que trabaja en un matadero para mantener a su familia. Watts todavía es un suburbio alejado de la delincuencia común, las drogas y la lucha callejera producto de la desesperación provocada por el desempleo masivo. Es pues, un estado de inocencia previo al desastre, como una mirada nostálgica a las condiciones de vida que disfrutaba la mayor parte de la población negra, antes de que los estereotipos, los guettos urbanos, las drogas y las mafias de delincuencia se hicieran con el paisaje. Todo, explicado con sencillez y con una mirada amable, narrando hechos cotidianos como si fuera un documental: los juegos de los niños, las charlas en los bares, los problemas de la convivencia marital, la simple reparación de una cañería…

Los personajes son reales, nada postizos ni con simbologías ocultas, no son estereotipos ni mueven un mensaje antirracista o son víctimas de la incomprensión de los intolerantes. Los personajes son los seres humanos que los norteamericanos blancos se negaron a ver durante más de un siglo, y que siguen negándose a ver en algunos casos si no se trata de cantantes de éxito, jugadores de baloncesto o de fútbol americano. Es decir, muestra a los negros como siempre se había mostrado a los blancos.

La película de Burnett, en un blanco y negro impresionante, mira detrás de los estereotipos raciales y nos muestra a personas. Y lo hace modestamente, sin grandes fastos, sin hacer ruido, sin querer abrumar con imágenes impactantes, giros inesperados o dramas lacrimógenos. La cámara es un testigo, y da la impresión de que lo que se ha rodado es la vida cotidiana de una familia, a través de la pared de su casa, y que en cualquier momento la cámara podría saltar a la casa de al lado, habitada por blancos o por negros, y las cosas serían más o menos similares. Tras ver esta película, y por si hubiera alguna duda, uno se da cuenta de lo estúpidos que son quienes minusvaloran a otros por detalles tan absurdos como el color de la piel o cualquier otro rasgo físico.

La historia de esta película, sin embargo, es más larga. A pesar de deslumbrar a los críticos, su circuito de distribución jamás pasó de los cines de arte y ensayo y nunca llegó al gran público. Aquí se reproduce un artículo de Bárbara Celis, del diario El País, publicado el 8 de abril, en el que habla de los años que han transcurrido hasta poder estrenar comercialmente la película. Tengo que agraceder a nuestra querida nómada Marta que me hiciera llegar esta noticia que es el colofón de oro a una película cuyo visionado tendría que formar parte de los planes de estudios de las escuelas norteamericanas (y de las españolas). Y tiene su mérito que me lo haya cedido, tratando la película sobre un señor que trabaja en un matadero de animales. Gracias Marta, de Entrenómadas.

CÓMO TARDAR TRES DÉCADAS EN ESTRENAR UN CLÁSICO

Un suburbio de Los Ángeles habitado por negros de clase trabajadora. Un padre de familia alienado por su rutina laboral en un matadero. Jóvenes que roban televisores sin pistolas en el bolsillo. Niños que juegan en descampados sucios, pero aún inocentes. Camaradería entre vecinos sin recursos. Tentaciones de saltar al otro lado de la ley. Un mundo de realidades tristes con ventanas a la ternura poética en el que aún no existía, en toda su crudeza, ese universo que alimenta las letras del hip-hop. Era 1977 y Charles Burnett, estudiante de raza negra de la University of California Los Angeles (UCLA), capturaba con su cámara de 16 milímetros y un puñado de actores principiantes la vida en el suburbio de Watts.

Su película Killer of sheep, de ficción, pero con elementos robados al documental, era su tesis doctoral, pero, en plena era de la blackxploitation, cuando apenas había negros detrás de las cámaras dispuestos a hacer denuncia social, se convirtió en un filme de culto que comenzó a ser mostrado en universidades y festivales. En 1990, un año después de que la Biblioteca del Congreso creara el National Film Registry, Killer of sheep entró entre las primeras 50 películas seleccionadas, junto a El Padrino y Eva al desnudo.
Pero su poderosa banda sonora, cargada de la melancolía de clásicos de Dinah Washington, George Gershwin o Louis Armstrong, se convirtió en un pesado ladrillo que mantuvo el filme alejado de las taquillas durante 30 años. Hasta la pasada semana, cuando la pequeña distribuidora Milestone, especializada en clásicos y cine independiente, consiguió estrenarla en el IFC Center de Nueva York, pariente del Sundance Institute, provocando una auténtica peregrinación de cinéfilos ávidos por ver el clásico restaurado e hinchado a 35 milímetros. “Burnett era todavía un estudiante, pero su película demuestra que ya entonces tenía la visión de un artista maduro. Retrata la realidad de una comunidad empobrecida pero también sabe encontrar en ella belleza y ternura”, explicó Ross Lipman, encargado de restaurar el filme en el UCLA Film and Television Archive.

Este especialista, por cuyas manos han pasado entre otras Shadows y Faces de Cassavettes, puso especial cuidado en preservar “ese aire algo sucio y callejero de una película de bajo presupuesto, para que no parezca La guerra de las galaxias“. Lipman trabajó con Burnett en el hinchado a 35 milímetros y aprovechó para sugerirle que volviera al barrio de Watts e hiciera una segunda parte. “Pero Burnett no quiere. Asegura que ahora esa comunidad ya no existe. Todo ha sido barrido por el crack y la violencia. Sería demasiado deprimente”.

Lipman fue quien avisó a Dennis Doros, fundador junto a Amy Heller de Milestone, de que la película estaba siendo restaurada en UCLA. “Dennis la había visto hacía 20 años en la universidad y sabía que era una joya. Nos ha costado siete años y 112.000 euros conseguir los derechos sobre la música [han tenido que eliminar una canción, Unforgettable, de Dinah Washington], pero es una película que había que distribuir”, manifestó Heller. El director y productor Steven Soderbergh también ayudó. “Nos dio un cheque cargado de ceros para pagar por la música”, dice Heller. “Es otro amante del buen cine”.


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