sábado, 25 de enero de 2014

MUERTE ENTRE LAS FLORES, por Antonio Santamaría


Dentro de las múltiples tendencias en las que se fragmenta el cine negro a partir, fundamentalmente, de los años setenta, surge una tendencia importante dentro de su seno que utiliza los motivos temáticos y, sobre todo, iconográficos del género para proponer una mirada nostálgica, de ambientación «retro» y de vocación cinéfíla, al pasado cinematográfico de las viejas ficciones criminales. Aunque a veces se les ha identificado, de manera simplista, con esta corriente, a comienzos de los noventa, y en plena apoteosis de la fragmentación posmodernista del relato, aparecen también, acaso como reacción contra esta influencia, algunos títulos que proponen un retorno a la claves del género como única vía posible para su regeneración y como vehículo para hablar de temas muchas veces intemporales.

Se trata de películas que, como El clan de los irlandeses (State ofGrace, 1990; Phil Joanou), Homicidio (Homicide, 1991; David Mamet) o Un paso en falso* (1991), intentan no sólo una reconstrucción minuciosa de las estructuras del género, sino que apuestan con ello por el presente del thriller en vez de por el pasado, y que, como sucede también en otros ámbitos cinematográficos de manera más radical que aquí, buscan recobrar una cierta pureza de la mirada, al menos en lo tocante al cine negro. En una dirección distinta, situada dentro de la posmodernidad pero dentro de la corriente más unida a las tradiciones narrativas del clasicismo, camina Muerte entre las flores, una historia de gángsteres ambientada a finales de los años veinte y que supone la tercera realización de Joel Coen tras la original Sangre fácil* (1984) y la celebrada y exitosa Arizona Baby {Raising Arizona, 1987). Tomando como referencia más visible la segunda versión de La llave de cristal* (1942), realizada por Stuart Heisler a partir de la novela homónima de Dashiell Hammett, el trabajo de los hermanos Coen -con Ethan asumiendo las labores habituales de coguionista y productor- narra la historia de amistad de un poderoso gángster irlandés -Leo (Albert Finney)- y de su lugarteniente -Tommy (Gabriel Byrne)en plena guerra de bandas rivales y con una intriga sentimental como trasfondo.

 Al igual que en el título citado de Heisler, el equipo invencible que forman la sutil inteligencia de Tommy con la brutalidad de Leo se ve saboteado por la presencia de Verna (Marcia Gay Harden) que, oficiando como vértice del triángulo amoroso, acaba interponiéndose como una cuña entre ambos. A partir de aquí se desarrolla una intriga aparentemente convencional dentro del género, pero en la que, sin embargo, no resulta difícil descubrir toda una serie de transferencias y de alteraciones significativas de los códigos clásicos de éste. 

Así, el personaje de Tommy comparte más rasgos arquetípicos de los antiguos detectives -su inteligencia, su cinismo y, sobre todo, su capacidad para encajar una paliza tras otra hasta llegar a cinco en esta película- que de los gángsteres. El tramposo Bernie (John Turturro), por su parte, define su comportamiento con la misma expresión con la que definen el suyo algunas mujeres fatales del género («Es mi forma de ser. No puedo cambiarlo») y los sombreros -rasgo iconográfico para caracterizar a los hampones- se convierten tanto en símbolos de la vida (y de la muerte) como en marcas sintácticas dentro de la narración. 

Los aires surrealistas -con posible referencia tomada de algunos lienzos de Rene Magritte- que la presencia de esos sombreros impone a las imágenes se traslada a un relato dominado por la utilización de la amplificación y del estiramiento de la intriga, de las situaciones y de los escenarios por los que aquella transcurre. Un procedimiento que confiere una nueva significación a la película y que se halla en la base del humor y de la inventiva visual, muy estilizada, que la misma despliega a lo largo de todo su metraje. 

Diálogos exagerados como los que tienen lugar entre Tommy («Así que quieres matarlo») y el Danés («Eso para empezar»), escenarios codificados y presididos por la grandeza de los decorados frente a la insignificancia de las figuras que se mueven por su interior, situaciones clásicas pero sobredimensionadas (el inmenso poder de los gángsteres frente a unos caricaturizados poderes locales) e imágenes fundadas en la desmesura (el enorme ejército de gángsteres que protege a Leo, la reacción de éste frente al intento de asesinato, la inaudita presencia policial para efectuar una simple redada) ilustran esa utilización de las claves del género para moldearlas de una manera distinta, amplificada, tanto en el plano narrativo como en el dramático o en el meramente formal. 

A su compás, y con ecos de tragedia griega, la película habla, en realidad, de temas tan atrayentes y universales como la amistad, el carácter individual, la ética o la traición. La lucha por el poder de la que hablan las imágenes se convierte de este modo, y conforme advierte la sintética y anticipadora secuencia inicial, en el mero pretexto argumental para exponer las reglas del juego que deben operar en todos los ámbitos de la vida e, incluso, en uno tan aparentemente al margen de la ley como el universo gangsteril.  

La lealtad de Tommy será tan buena prueba de ello como el proyecto de casamiento entre Leo y Verna, en el cierre de la narración, de los errores que el gángster sincarácter se encuentra condenado a repetir. La reconstrucción arqueológica de los moldes del género desde una nueva perspectiva sirve, así, como recipiente para insertar nuevos discursos, al tiempo que no faltan también guiños y referencias cinéfilas dentro del especial manierismo desarrollado por los hermanos Coen a lo largo de su obra.



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