martes, 28 de enero de 2014

NADER Y SIMIN, UNA SEPARACIÓN, por Jonás Trueba

Moralidades



El segundo visionado de Nader y Simin: una separación, se hace todavía más conflictivo que el primero. Ante cualquier película iraní no puedo evitar pensar en el porqué de las cosas. ¿Por qué el régimen iraní permite que se filme una película como ésta y sin embargo prohíbe el rodaje de tantas otras? Es una pregunta incómoda que no deja de rondarme mientras vuelvo a ver la película de Asghar Farhadi. La disfruto tanto como la primera vez, pero en esta ocasión entro en un conflicto moral digno de uno de los personajes de la propia película.


 

Hace tiempo escribí un texto sobre otra película iraní, Nadie sabe nada sobre gatos persas, de Bahman Ghobadi, que trazaba un mapa subterráneo de la nueva música independiente en Irán y mostraba la censura que el gobierno de Mahmud Ahmadineyad imponía sobre ciertas formas de expresión artística. La película tuvo que ser realizada a escondidas del régimen, en condiciones muy precarias, y finalmente forzó el exilio definitivo de su autor, que se instaló en Berlín y empezó a hablar alto y claro sobre la situación de muchos cineastas iraníes, avivando una cierta polémica entre aquellos que preferían comulgar con las ordenanzas de su gobierno y aquellos que no. Abbas Kiarostami, maestro de todos ellos, vio como el foco giraba desagradablemente hacia su figura y su posicionamiento contemporizador. Jafar Panahi había sido arrestado y encarcelado bajo la acusación de hacer “propaganda contra el régimen iraní” a raíz de las manifestaciones de denuncia de fraude electoral en Irán y su apoyo al Movimiento Verde.


 

Kiarostami denunció la detención de su antiguo ayudante de dirección al mismo tiempo que expresaba su disgusto por el sesgo cada vez más radical que mostraba Panahi en su cine y en sus manifestaciones. Según Kiarostami, la obstinación de Panahi en la defensa de sus libertades no hacía más que poner en peligro al propio Panahi así como a otros muchos cineastas iraníes que tratan de asegurar su supervivencia creativa en un clima cada vez más hostil. Para Kiarostami, el camino del exilio sólo conducía a un cine menos interesante, pero después era él mismo el que decidía enmendarse la plana rodando su maravillosa Copia certificada en la Toscana y con un reparto europeo, película a la que sucederá una nueva obra que ahora mismo está terminando de rodar en Japón.


 

Mientras tanto, el estado de las cosas no ha hecho más que empeorar para los cineastas iraníes. La actriz Marzie Vafamehrha fue condenada a un año en prisión y noventa latigazos por participar en una película, mientras que Jafar Panahi fue finalmente procesado por la autoridades iraníes y sentenciado a seis años de cárcel con la pena adicional de no poder dirigir, escribir guiones, salir del país ni dar entrevistas durante veinte años. Antes había podido realizar una última película titulada “Esto no es una película”, en la que se muestra a sí mismo durante su arresto domiciliario, contando su situación. La película se proyectó en el último festival de Cannes y en otros lugares donde ha cosechado críticas muy elogiosas más allá de la solidaridad que pueda despertar, pero en España no parece tener fecha de exhibición por el momento.

Estas son algunas de las historias que han recibido mayor atención en los medios durante los últimos meses, pero es evidente que hay otras muchas historias sin revelar o pendientes de ser contadas; historias de censura, represión y falta de libertades en Irán. Y pienso en algunas de estas historias mientras veo por segunda vez Nader y Simin y también cuando hablo de ella con otros amigos y personas que han ido a verla y la defienden o la critican. La película despierta admiración en casi todos por su capacidad para plantear personajes complejos frente a dilemas morales de diversa intensidad, pero después hay una doble lectura de la película que sólo algunos queremos hacer. Es una segunda lectura muy sutil, que se desprende de algunas conclusiones contradictorias de la propia película, de sus pequeñas ocultaciones y de sus gestos velados. Es evidente que la película pudo filmarse gracias al resultado de esas renuncias, y el propio Asghar Farhadi ha contado que sólo pudo terminar la producción cuando hubo convencido y demostrado a las autoridades iraníes que su película no contendría ningún tipo de carga o crítica ideológica ni política.


Asghar Farhadi 

Desconozco las verdaderas convicciones políticas e ideológicas de Farhadi, pero me gusta el cariño y aparente comprensión con el que retrata a todos sus personajes, especialmente a la pareja protagonista y a la hija adolescente. En cambio me da rabia que la película termine por convertirse en un alegato contra el divorcio. Esa parece ser la conclusión inevitable entre el plano que abre la película y el plano que la cierra, los dos muy cargados de simbología. En medio queda una película admirable por muchas otras razones, pero con algunos claroscuros inquietantes. Todo el suspense de la trama pende de una información que se nos oculta deliberademente y de una forma un tanto chapucera. Puede ser una convención narrativa, pero desde luego había maneras más elegantes de ponerla sobre la mesa. No estamos ante una película como El golpe, o Maverick, o Nueve reinas, en las que todo giraba en torno al juego y el engaño y de alguna manera estábamos prevenidos.


Lo único que se me ocurre para justificar a Farhadi es pensar que, de alguna forma, acaba por actuar como sus personajes, tratando de engañarnos burdamente para luego confesar su pecado. Lo más triste es que la solución narrativa del final pase por una jura sobre el Corán, la única garantía que parece satisfacer a todos. Sobrevuela el personaje de Simin, señalada como culpable de todos los males por haber impulsado el divorcio inicial que aparentemente desencadenará todos los accidentes y desgracias posteriores, quizá uno de los personajes con menos peso dentro de la película, el que se queda más desdibujado a veces, pero el único con el que realmente puedo identificarme de principio a fin, sin ingenuidades, convicciones religiosas ni mentiras de por medio. No sé si le sucede lo mismo a Farhadi porque hay momentos en que este personaje parece molestarle más que otra cosa, aunque también es verdad que filma algunas de sus miradas en el sentido contrario, como si nadie lo fuera a advertir, dando a entender que ella es la única tabla de salvación posible. Es una pena que al final tenga que volver a traicionarla.


Algunos me han comparado este tipo de encrucijadas con las que podían vivir algunos cineastas españoles durante el régimen de Franco. Hablamos de películas que de, una forma u otra, trataban de esquivar la censura y surgen títulos como El verdugo, Plácido, El extraño viaje o Viridiana. No sé si aquella censura era más cruel o más permisiva que la del régimen iraní de estos días, supongo que dependerá del momento y las circunstancias, pero sí parece que aquellos cineastas no dejaban lugar a dudas.


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