Moralidades
El segundo visionado de Nader y Simin: una separación, se hace todavía más conflictivo que el primero.
Ante cualquier película iraní no puedo evitar pensar en el porqué de
las cosas. ¿Por qué el régimen iraní permite que se filme una película
como ésta y sin embargo prohíbe el rodaje de tantas otras? Es una
pregunta incómoda que no deja de rondarme mientras vuelvo a ver la
película de Asghar Farhadi. La disfruto tanto como la primera vez, pero
en esta ocasión entro en un conflicto moral digno de uno de los
personajes de la propia película.
Hace tiempo escribí un texto sobre otra película iraní, Nadie sabe nada sobre gatos persas,
de Bahman Ghobadi, que trazaba un mapa subterráneo de la nueva música
independiente en Irán y mostraba la censura que el gobierno de Mahmud
Ahmadineyad imponía sobre ciertas formas de expresión artística. La
película tuvo que ser realizada a escondidas del régimen, en condiciones
muy precarias, y finalmente forzó el exilio definitivo de su autor, que
se instaló en Berlín y empezó a hablar alto y claro sobre la situación
de muchos cineastas iraníes, avivando una cierta polémica entre aquellos
que preferían comulgar con las ordenanzas de su gobierno y aquellos que
no. Abbas Kiarostami, maestro de todos ellos, vio como el foco giraba
desagradablemente hacia su figura y su posicionamiento
contemporizador. Jafar Panahi había sido arrestado y encarcelado bajo la
acusación de hacer “propaganda contra el régimen iraní” a raíz de las
manifestaciones de denuncia de fraude electoral en Irán y su apoyo al
Movimiento Verde.
Kiarostami
denunció la detención de su antiguo ayudante de dirección al mismo
tiempo que expresaba su disgusto por el sesgo cada vez más radical que
mostraba Panahi en su cine y en sus manifestaciones. Según Kiarostami, la obstinación de Panahi
en la defensa de sus libertades no hacía más que poner en peligro al
propio Panahi así como a otros muchos cineastas iraníes que tratan de
asegurar su supervivencia creativa en un clima cada vez más hostil. Para
Kiarostami, el camino del exilio sólo conducía a un cine menos
interesante, pero después era él mismo el que decidía enmendarse la
plana rodando su maravillosa Copia certificada en la Toscana y con un reparto europeo, película a la que sucederá una nueva obra que ahora mismo está terminando de rodar en Japón.
Mientras tanto, el estado de las cosas no ha hecho más que empeorar para los cineastas iraníes. La actriz Marzie Vafamehrha fue condenada
a un año en prisión y noventa latigazos por participar en una película,
mientras que Jafar Panahi fue finalmente procesado por la autoridades
iraníes y sentenciado a seis años de cárcel con la pena adicional de no
poder dirigir, escribir guiones, salir del país ni dar entrevistas
durante veinte años. Antes había podido realizar una última película
titulada “Esto no es una película”,
en la que se muestra a sí mismo durante su arresto domiciliario,
contando su situación. La película se proyectó en el último festival de
Cannes y en otros lugares donde ha cosechado críticas muy elogiosas más
allá de la solidaridad que pueda despertar, pero en España no parece
tener fecha de exhibición por el momento.
Estas son algunas de
las historias que han recibido mayor atención en los medios durante los
últimos meses, pero es evidente que hay otras muchas historias sin
revelar o pendientes de ser contadas; historias de censura, represión y
falta de libertades en Irán. Y pienso en algunas de estas historias
mientras veo por segunda vez Nader y Simin y también cuando
hablo de ella con otros amigos y personas que han ido a verla y la
defienden o la critican. La película despierta admiración en casi todos
por su capacidad para plantear personajes complejos frente a dilemas
morales de diversa intensidad, pero después hay una doble lectura de la
película que sólo algunos queremos hacer. Es una segunda lectura muy
sutil, que se desprende de algunas conclusiones contradictorias de la
propia película, de sus pequeñas ocultaciones y de sus gestos velados.
Es evidente que la película pudo filmarse gracias al resultado de esas
renuncias, y el propio Asghar Farhadi ha contado
que sólo pudo terminar la producción cuando hubo convencido y
demostrado a las autoridades iraníes que su película no contendría
ningún tipo de carga o crítica ideológica ni política.
Desconozco
las verdaderas convicciones políticas e ideológicas de Farhadi, pero me
gusta el cariño y aparente comprensión con el que retrata a todos sus
personajes, especialmente a la pareja protagonista y a la hija
adolescente. En cambio me da rabia que la película termine por
convertirse en un alegato contra el divorcio. Esa parece ser la
conclusión inevitable entre el plano que abre la película y el plano que
la cierra, los dos muy cargados de simbología. En medio queda una
película admirable por muchas otras razones, pero con algunos
claroscuros inquietantes. Todo el suspense de la trama pende de una
información que se nos oculta deliberademente y de una forma un tanto
chapucera. Puede ser una convención narrativa, pero desde luego había
maneras más elegantes de ponerla sobre la mesa. No estamos ante una
película como El golpe, o Maverick, o Nueve reinas, en las que todo giraba en torno al juego y el engaño y de alguna manera estábamos prevenidos.
Lo
único que se me ocurre para justificar a Farhadi es pensar que, de
alguna forma, acaba por actuar como sus personajes, tratando de
engañarnos burdamente para luego confesar su pecado. Lo más triste es
que la solución narrativa del final pase por una jura sobre el Corán, la
única garantía que parece satisfacer a todos. Sobrevuela el personaje
de Simin, señalada como culpable de todos los males por haber impulsado
el divorcio inicial que aparentemente desencadenará todos los accidentes
y desgracias posteriores, quizá uno de los personajes con menos peso
dentro de la película, el que se queda más desdibujado a veces, pero el
único con el que realmente puedo identificarme de principio a fin, sin
ingenuidades, convicciones religiosas ni mentiras de por medio. No sé si
le sucede lo mismo a Farhadi porque hay momentos en que este personaje
parece molestarle más que otra cosa, aunque también es verdad que filma
algunas de sus miradas en el sentido contrario, como si nadie lo fuera a
advertir, dando a entender que ella es la única tabla de salvación
posible. Es una pena que al final tenga que volver a traicionarla.
Algunos
me han comparado este tipo de encrucijadas con las que podían vivir
algunos cineastas españoles durante el régimen de Franco. Hablamos de
películas que de, una forma u otra, trataban de esquivar la censura y
surgen títulos como El verdugo, Plácido, El extraño viaje o Viridiana. No
sé si aquella censura era más cruel o más permisiva que la del régimen
iraní de estos días, supongo que dependerá del momento y las
circunstancias, pero sí parece que aquellos cineastas no dejaban lugar a
dudas.
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