Seamos
sinceros, la mayoría de las películas que tratan del mundo de las
drogas dan más ganas de hacerse drogadicto que de lo contrario. Resultan
tan románticos esos héroes malditos al estilo de los de Drugstore Cowboy, recorriendo EE.UU. de costa a costa y de farmacia en farmacia, o parecen pasárselo tan bien y ser tan buenos coleguillas aquellos otros de Trainspotting, siempre con una sonrisa en la cara y un chute en las venas o es tan conmovedor ese amor entre jeringuillas e infidelidades de AlPacino y Kitty Winn en Pánico en Needle Park
que a cualquiera le entran ganas de salir en busca del camello más
cercano y empezar a darle un sentido profundo a su vida. Salvo en el
caso, claro, de que se haya visto Christiane F. (Yo Cristina): entonces seguramente se huirá de camellos y dromedarios como alma que lleva el diablo. Y es que cuando hablamos de Christiane F.
nos estamos refiriendo al fílme más naturalista y más estremecedor que
se haya rodado jamás con el tema de las adicciones como motivo
principal. O al menos que yo haya visto nunca, y os aseguro que he visto
unos cuantos.
Con guión de Herman Weigel basado en la novela-reportaje de los periodistas Kai Hermann y Horst Hieck, que relata en primera persona las vivencias reales de la muy precoz Christiane F., la dirección de Uli Edel
logra cautivar al espectador esencialmente por el tono hiperrealista y
creíble que imprime a su narración. Y eso que lo que cuenta no es
precisamente fácil de asimilar: nada menos que los azares y los rigores
de la vida de una niña que a los trece años era ya consumidora habitual
de casi cualquier tipo de sustancias y que a los catorce cayó en la
dependencia a la heroína y después en la prostitución. Pero ojo, que
nadie se lleve a engaño: a pesar de huir de efectismos, la película no
ahorra al espectador ni un ápice del horror y las truculencias típicas
del ambiente marginal. Así por la pantalla hacen cola la degradación
moral de los niños prostituyendose en la estación del zoo, los terribles
padecimientos del síndrome de abstinencia, la desesperación por
encontrar el próximo chute o la inevitable muerte por sobredosis. Y sin
embargo la evolución de esta degradación, de este descenso a los
infiernos que se inicia cuando Christiane acude por primera vez a Sound
-y por cierto se pide, muy recatada ella, un zumo de cerezas- y
desemboca en el ejercicio de la prostitución se muestra de una forma tan
hábil, tan medida y tan coherente que llega a parecer el itinerario
vital más natural del mundo. Algo en lo que también tienen gran
responsabilidad las actuaciones de los niños, pero en especial la
jovencísima Natja Brunckhorst, que logra parecer una autentica yonki de toda la vida. Y es que otra gran virtud de Christiane F.
es el acertado retrato que hace de la juventud de los setenta, de esa
juventud que sufrió en carne viva el azote de la H, como la llamán ellos
en el film, que hizo furor durante la época y que seguiría haciendolo
nada menos que hasta inicios de los noventa, cuando definitivamente se
vió sustituida por la cocaína.
En fin, una película verdaderamente impactante.
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