sábado, 25 de enero de 2014

¡QUE EL CIELO LA JUZGUE!, por Augusto M. Torres


John M. Stahl (18861950) es uno de los más típicos productos de la política de los grandes estudios. Eficaz narrador, como la mayoría de los directores que debuta en el período mudo y trabaja largamente en el sonoro, carece de la personalidad necesaria para imponer un tono propio a sus trabajos y éstos son más del estudio para el que los hace que propios. No obstante a lo largo de su obra pueden darse las circunstancias necesarias para que haga una gran película como ¡Qué el cielo la juzgue!, que en su momento rompe esquemas y al cabo de los años sigue siendo una obra maestra. 

Abandona sus estudios de derecho para dedicarse al teatro, pero a John M. Stahl enseguida le tienta el recién nacido cinematógrafo y en 1914 se convierte en director de cine. Entre 1918 y 1927 rueda veintitantos largometrajes mudos, la mayoría perdidos, que le dan la soltura y la gracia narrativa que sólo tienen los primitivos. Después de tres años dedicado a la producción, vuelve a dirigir con Sublime sacrificio (A LadySurrenders, 1930), que marca el comienzo de su contrato con los estudios Universal. No tarda en especializarse en la adaptación de terribles novelones de Fannie Hurst o Lloyd C. Douglas, a partir de los que hace, respectivamente, Imitación a la vida (Imitation of Life, 1934) y Sublime obsesión (Magnificent Obsession, 1935). Dado que el productor Ross Hunter, de Universal, las desentierra durante la década de los 50 para que vuelva a rodarlas el alemán exiliado Douglas Sirk, y que sus versiones son mejores, las de Stahl están bastante olvidadas. Lo mejor de su período Universal es Parece que fue ayer (Only Yesterday, 1933), una buena versión apócrifa de Carta de una desconocida, del novelista Stefan Zweig, pero también inferior a la genial que en 1948 rueda el alemán Max Ophuls. Sin olvidar Huracán (When Tomorrow Comes, 1939), una agradable adaptación de Una serenata, de James M. Cain, aunque también inferior a la versión que en 1968 rueda Douglas Sirk y superior a la que en 1956 hace Anthony Mann. Con una considerable fama de especialista en melodramas, Stahl firma en 1943 un nuevo contrato con 20th Century Fox, estudio para el que realiza sus nueve películas restantes. Entremedias de historias de propaganda bélica impuestas por la participación norteamericana en la Segunda Guerra Mundial, variadas comedias e incluso un musical, rueda cuatro adaptaciones de novelones, que es el terreno donde mejor se mueve, pero con variados resultados. Estos melodramas, los más conocidos de la filmografía de Stahl, van desde el aburrido Murallas humanas (The Walls of Jerico, 1948), sobre una narración de Paul Wellman, a la genial ¡Que el cielo la juzgue!, sobre una olvidada novela de Ben Ames Williams, pasando por Débil es la carne (The Foxes of Harrow, 1947), adaptación de una obra del escritor de éxitos Frank Yerby, y Las llaves del reino (The Keys of the Kingdom, 1944), basada en una novela del más discreto A. J. Cronin. 

¡Que el cielo la juzgue!, la primera película de John M. Stahl en color, un brillante Technicolor de la época que vale un Oscar a León Shamroy, es una sentida historia de amores y odios más fuerte que la vida. Gene Tierney une su deslumbrante belleza a la maldad del personaje Ellen Barent para conseguir ser una misteriosa mujer que de repente se casa con Richard Arland, un hombre al que apenas conoce, porque se parece a su padre. Víctima de unos enloquecidos celos, elimina a cuantos se interponen entre ambos, su joven cuñado, su prima Ruth e incluso ella misma. Debe parte de su fama a haber conseguido saltar el rígido código de censura Hays, al que se someten voluntariamente todas las producciones de la época. Su desarrollo dramático se apoya en un asesinato, un aborto y un suicidio realizados con absoluta frialdad, y sólo consiguen pasar las afiladas tijeras de los censores de la postguerra porque acaban con la vida de la culpable. Desde otro punto de vista, estas tres escenas constituyen los grandes momentos de ¡Que el cielo la juzgue! Tanto el baño en el tranquilo. lago, cuando la terrible Ellen Barent no ayuda a su joven cuñado y le deja ahogarse ante sus ojos, como el elaborado aborto, donde planea minuciosamente la forma de tropezar y caer rodando por una escalera para perder a su hijo. Sin olvidar aquella todavía más compleja, en que se suicida para que parezca un asesinato cometido por su prima Ruth y vengarse de lo que Ellen Barent cree excesivos coqueteos con su marido. Stahl maneja con gran habilidad estos materiales que, a pesar de ser excesivos, en ningún momento lo parecen. Consigue una obra maestra que se mueve por un difícil camino entre el romanticismo surrealista, el melodrama desmelenado y el policiaco psicológico.


No hay comentarios:

Publicar un comentario