la corrupción
moral del individuo
"A
veces te pones a pensar en muchas cosas…
en niños que se mueren de hambre,
en niñas vendidas como esclavas por un espejo,
en mujeres a las que les cosen el sexo…
No es por pura bondad por lo que Dios creó la idea del asesinato,
porque… ¿qué es un asesinato al lado de todas esas abominaciones?"
en niños que se mueren de hambre,
en niñas vendidas como esclavas por un espejo,
en mujeres a las que les cosen el sexo…
No es por pura bondad por lo que Dios creó la idea del asesinato,
porque… ¿qué es un asesinato al lado de todas esas abominaciones?"
Lucien
Cordier a Rose en una escena de Coup de Torchon
En
1981,
el cineasta francés Bertrand Tavernier, ex crítico
de la revista Cahiers du Cinéma, se planteó
el reto de adaptar para la gran pantalla la novela negra 1280
almas, considerada como la obra cumbre del escritor y
guionista Jim Thompson. Tavernier, que ya había caído
antes en la tentación de adaptar novelas policiacas (en El
relojero de Saint Paul, según una obra de Georges
Simenon), se sintió poderosamente atraído por la controvertida
personalidad de Jim Thompson. La obra, que describe el paulatino
proceso de corrupción moral de un individuo, fue rebautizada
para su versión cinematográfica con el título
de Coup de Torchon y, con ella,
Tavernier se adentró en el terreno de lo políticamente
incorrecto obteniendo unos resultados más que elogiables.
Según declaró el propio Tavernier en varias entrevistas,
la metafísica y el humor, la provocación sexual y
la desesperación que encontraba en los libros de Thompson
le estimularon lo suficiente como para desear plasmarlas en una
película, aunque ello significara romper con su imagen de
director humanista.
Coup
de Torchon se abre con una escena en la que Lucien Cordier
(Philippe Noiret), jefe de policía en el África occidental
francesa de los años 30, contempla a unos niños africanos
agazapado junto a un árbol. De repente, se produce un eclipse
solar y Cordier enciende una hoguera para que los niños se
aproximen al fuego y no pasen frío. Mientras ellos avanzan,
él se aleja para que no se espanten. Después de dos
horas de película, regresamos al mismo escenario, con los
mismos niños y con Cordier apoyado de nuevo en el mismo árbol,
pero esta vez empuña su revólver y apunta contra los
niños con la intención de disparar. No sabe a cuál
de ellos disparar primero y, en su cara, se dibuja cierta perplejidad
ante la propia conciencia de lo que está a punto de hacer.
Acto seguido, baja el arma y apoya la frente en el brazo. No ha
sido capaz de disparar, pero, de todos modos, su propósito
se revela completamente antagónico a la piedad inicial ante
los niños desvalidos. ¿Qué es, pues, lo que
ha conducido a Cordier a operar ese cambio tan radical entre la
escena inicial y la escena final de la película?
Como en su anterior revisión de Simenon, Tavernier y Jean
Aurenche, su habitual coguionista, trasladaron la acción
a otro tiempo y lugar, sustituyendo la América profunda del
sur por un pueblo del África colonial llamado Bourkassa.
La localización permitió a Tavernier mantener los
elementos de racismo endémico presentes en la novela y contar
con la oportunidad de enfrentar a la audiencia francesa con la historia
de su país que estaba abierta a un serio cuestionamiento
moral. Tavernier y Aurenche trasladaron la acción desde los
alrededores de 1917 hasta 1938, justo antes del estallido de la
Segunda Guerra Mundial para poder mostrar un mundo al límite
donde la exposición de las ansiedades y las dudas del protagonista
frente a un telón de fondo hecatómbico y amenazador
repercutiesen en su carácter de policía incompetente,
gandul, bobo y solitario.
Lucien es un personaje que, a pesar de estar rodeado de gente, padece
la angustia del aislamiento porque los demás le desprecian
abiertamente por su cobardía. Lleva una vida familiar desestructurada
con una esposa que lo aborrece, un cuñado inútil y
una amante que lo devora sexualmente. La vida de Lucien puede ser
parcialmente definida, pues, por la ausencia de una familia adecuada.
Su soledad lo introduce en una espiral de obsesión que permite
que funestas ideas sobre sí mismo y su posición en
un mundo horrible den vueltas en su cabeza hasta atormentarle. A
su alrededor, sólo ve un mundo de maldad que le quita el
sueño y el hambre.
A lo largo de Coup de Torchon,
la obsesión de Lucien con el mal que le rodea crece hasta
el punto de citarlo como justificación para casi todo lo
que lleva a cabo: una serie de asesinatos cometidos con una aparente
calma en ascenso. Su acción se inicia como un acto de venganza
hacia aquellos que se burlan de él por su buen carácter
y le ridiculizan públicamente. Trata siempre de ajustar las
circunstancias para que, de ningún modo, pueda ser acusado
del crimen que piensa cometer. De ese modo, buscando siempre coartadas,
puede permitirse el lujo de jugar cínicamente con otros y
convertirlos en los auténticos sospechosos del delito que
él ha cometido.
Lucien es agudamente consciente de los problemas que le rodean,
pero se ve superado por el crecimiento de éstos y acaba expresando
sentimientos paralelos de resignación e impotencia. Progresivamente,
su conducta criminal se hace más cruel y sanguinaria, llegando
a introducirse en un círculo vicioso que hace de él
un hombre despiadado que ahora es capaz de matar sólo para
satisfacer sus propósitos de lograr un objetivo concreto.
Cordier ve un mundo saturado de maldad que él, como jefe
de policía que es, debe erradicar. Esa es la causa que le
lleva a matar cada vez con mayor gratuidad. En la perversidad que
hay en el mundo, él encuentra el motivo para asesinar o impulsar
a los demás a ejecutar los planes que él concibe:
después de todo, si el mundo ha enloquecido, él ha
de tener mayor libertad para aplicar su personal idea de la justicia.
Esta idea le introduce involuntariamente en la demencia, mientras
pierde el control de su propia existencia hasta el punto de creer
que obra según la voluntad divina.
Las ansiedades y los miedos de Lucien no se relacionan con su preocupación
por los agravantes obstáculos que amenazan la lucha diaria
para lograr una vida fácil, sino que consumen la desesperación
de un hombre que, cada vez, encuentra más difícil
ocultar los grandes males que puede ver, oír y palpar. Lucien
no sólo se da cuenta de que es terriblemente incapaz de evitar
la crueldad y la injusticia, sino que, de hecho, puede sentirlas
crecer a su alrededor tan seguras como los indicios de la inminente
guerra que arrollará al mundo. Habiendo soportado un constante
sentimiento de culpabilidad y desprecio, tanto su difícil
niñez como su vida posterior en Bourkassa, que le fuerzan
a aceptar el fracaso como forma de vida, le convierten en un ser
maltratado cuyo destino está marcado por su desesperada falta
de autoestima. Y ese recorrido vital convierte a Lucien en un adulto
de carácter infantil, incapaz de dejar su niñez atrás.
Cuando intenta plantear su sentido de la identidad a la profesora,
mientras caminan solos en la noche, sencillamente no logra encontrar
las palabras adecuadas, resignándose al hecho de que cualquier
respuesta es fútil al fin y al cabo.
Tavernier suele incluir momentos cómicos en algunas de sus
obras. En Coup de Torchon, este
recurso es casi constante y sirve de contrapunto al salvajismo del
drama que contemplamos. Lucien emplea continuamente chistes prácticos
como medio de volver la espalda a aquellos que tratan de perjudicar
su calidad de vida a través del abuso y de la explotación
(como, por ejemplo, Vanderbrouck, el ciudadano más rico del
lugar, a quien hace caer en unas letrinas públicas), del
mismo modo que el hecho de tomar parte en las bromas de Le Peron
y Leonelli, Chavasson, Nono, Rose y parte de la población
blanca de Bourkassa figuran para que Lucien pueda revelar sus propias
manifestaciones cómicas: la comedia que continuamente emerge
es esencial dentro del punto de vista moral del film para tratar
el tema de la corrupción y la injusticia. En cierta manera,
se puede afirmar que el humor salva, en parte, a Lucien de la demencia
porque le ayuda a afrontar la podredumbre moral de Bourkassa, aunque
no le libra de su voluntad de acabar con los gérmenes que
devoran la tranquilidad del pueblo.
Mientras todos los demás parecen contentarse con proteger
su status social mediante la autoindulgencia e ignoran la lamentable
realidad de su entorno, la habilidad de Lucien para satisfacer sus
apetitos y ocultar los horrores que le rodean decrece progresivamente.
Le atenazan con más frecuencia terribles pensamientos que
es incapaz de mantener fuera de su mente. Todo lo que desea es encontrar
descanso para su cada vez más enmarañada vida y para
sus oscuras ideas, algo que no es capaz de conseguir. Su sueño
es interrumpido por pesadillas sobre cadáveres o sobre su
terrible infancia, donde recuerda como su padre le culpaba de que
su madre hubiese muerto en el parto.
Su faceta de policía se va corrompiendo porque, siendo incapaz
de detener a la gente que perjudica al pueblo, opta por matarla
e inculpar a otros o fingir que ha sido un accidente. Su objetivo
debería ser detener delincuentes, pero él, harto del
entorno de maldad en que vive, se cree con derecho para matar. Al
principio, mata a gente que perjudica al pueblo, algo que ya no
es propio de un agente de la ley porque sus crímenes son
calculados y ejecutados a sangre fría. Sin embargo, más
reprochable es su conducta posterior, cuando mata a inocentes sólo
por conveniencia propia. Su decrepitud humana es tan grande que
se siente vacío y, para tranquilizar su conciencia, justifica
su conducta erigiéndose como un enviado de Dios. Es el modo
que tiene de llenar ese vacío mediante el método que
más le place. Pero eso sólo le permitirá engañarse
hasta cierto punto: en la escena final frente a los niños
africanos a los que está a punto de matar se desmorona porque
sabe que, en el fondo, es un muerto en vida que actúa movido
por el absurdo de su definitiva demencia.
La confusa incertidumbre de Lucien y la sensación de caos
inminente a su alrededor son los elementos que configuran estilísticamente
Coup de Torchon. Para lograr
ambos efectos, Tavernier pensó que lo más útil
era la utilización de la Steadicam porque con ella
se consigue la impresión de que uno nunca está en
terreno estable y de que nada es realmente sólido. Al contrario
que Kubrick en El resplandor,
Tavernier no quiso disimular su uso, sino emplearla para obtener
esa sensación de inestabilidad, de que uno no sabe nunca
realmente dónde está el foco central de la imagen.
El cineasta de Lyon explotó cuanto pudo esta cualidad inherentemente
inestable de la Steadicam, que crea un mayor efecto de desconcierto
y vacilación en la imagen cuanto más rápido
es el movimiento de la cámara. Hay secuencias determinadas
donde el uso de la Steadicam es muy apropiado: en la escena
en que Cordier regresa al pueblo después de haber encendido
un fuego para los niños africanos, apreciamos, en cámara
subjetiva, la confusa impresión de las gentes que atraviesan
el plano y nos hacemos ya una idea de la caótica atmósfera
que recorrerá todo el film. La sensación es casi la
de un deambular onírico que se combina muy adecuadamente
con la pesadillesca perspectiva sobre las cosas de Cordier. Es un
intento de crear la misma sensación del relato en primera
persona que hay en la novela por medio de recursos cinematográficos.
Los hechos son narrados en el libro por el protagonista y nos parecen
demenciales (más aún cuando es el propio policía
quien narra la historia, un individuo evidentemente perturbado por
el entorno). Pues bien, esa inclinación inestable de la Steadicam
nos transmite el mismo efecto, pero por medio de la expresión
óptica.
La relación de Lucien con el ambiente es tensa, acribillado
siempre por el miedo a las ansiedades y amenazas que se esconden
a su alrededor. Tavernier utiliza un encuadre muy activo que frecuentemente
se mueve, con velocidad, en respuesta a la llegada de la gente,
sugiriendo la paulatina necesidad de Lucien de mirar sobre su hombro
en busca de una nueva preocupación a la que enfrentarse de
mala gana. Los repentinos movimientos de cámara sirven también
como reflejo de la violencia intrínseca del film, que siempre
está a la vuelta de la esquina. Las imágenes son muy
cinéticas creando así una inquietud visual que subraya
las idas y venidas de Lucien, siempre en busca de algo pero sin
la certeza de saber qué esta buscando.
Hay un creciente interés de Tavernier por utilizar la cámara
para involucrar a la gente en el paisaje y, sobre todo, para unir
a Lucien y su mundo con un ligero movimiento. Aquí la cámara
nos lleva a menudo de una imagen de Bourkassa o de uno de sus habitantes
hasta Lucien, pero nunca en la dirección opuesta, dentro
de un sistema que sugiere la idea de que la comunidad de Bourkassa
ejerce influencia sobre él, pero que él no tiene esperanzas
de invertir el efecto.
Únicamente
dos personajes imponen un principio ético de conducta al
personaje de Cordier. El primero es el párroco del pueblo
que exige a Lucien que demuestre a la gente que es capaz de llevar
a cabo sus obligaciones de una forma honesta y correcta. Sin saberlo,
le proporciona la motivación para cometer el asesinato de
Marcaillou, el marido de Rose, pero sus palabras pretendían
ser bienintencionadas. Además, es uno de los pocos personajes
que no parece compartir el racismo que domina a la mayoría
de la población blanca de Bourkassa.
El segundo personaje es Anne (Irène Skobline), la joven profesora,
que tiene éxito en provocar pequeños actos de generosidad
hacia los niños africanos por parte de Lucien. Anne valora
positivamente a Lucien y le ama, incluso después de que él
le escriba sus crímenes sobre una pizarra, pero Lucien no
quiere sentirse amado por ella -aunque la desea más auténticamente
que a ninguna otra mujer- porque los principios éticos de
Anne aguijonean dolorosamente la conciencia del policía.
Lucien:
No debes amarme, Anne. No es por ti, es por mi trabajo. Estar
contigo me impediría hacerlo bien y no tengo
derecho. Hay millones de desgraciados y yo estoy solo.
Anne: Si no me quisieras no tendrías
que haberme dicho eso. No necesitaba saberlo.
Lucien: No podía hacerlo
de otra manera.
Anne: ¿No tienes miedo?
Lucien: ¿Miedo de qué?
Anne: De lo que podría
pasarte.
Lucien: No tiene importancia.
De todos modos, estoy muerto hace tanto tiempo.
|
El
propio Lucien revela en este diálogo que él ya no
es un ser viviente, sino un instrumento en las manos de Dios que
previamente ha sido despojado de toda conciencia para poder matar
impunemente.
Pero, de hecho, es Rose (Isabelle Huppert) quien acaba la labor
de forzar a Lucien a contemplar la verdadera naturaleza de lo que
ha hecho y se produce un giro revelador en ella por el contraste
entre su ingenuidad inicial y la dureza con que habla a Lucien después
de que éste la impulse a asesinar a la esposa y al cuñado
del policía.
Rose:
¡Que te jodan! Siempre consigues justificarte.
Lucien: Tengo que buscar una
razón a las cosas (Rose
le abofetea).
Eres un poco dura, Rose, me haces dudar de mí. Hace
diez minutos me habría jurado incapaz de albergar la
más mínima maldad y ahora me lo estoy planteando.
|
No
obstante, a pesar de los horrendos actos que Lucien comete y de
su creencia en que sus razones están justificadas, todavía
una llama de amabilidad humana parpadea en su alma a través
de su tendencia aparentemente natural a intentar ayudar, al menos,
a la gente vulnerable e indefensa que se encuentra en su camino.
En el fondo, su alma no esta del todo vacía y Tavernier prefiere
mostrarle como un hombre terriblemente contaminado por maldades
todavía mayores que la suya. Después de todo, lo que
Coup de Torchon nos sugiere
son las propias dudas de Tavernier acerca de la voluntad divina
por medio de un hombre cada vez más desgastado en su lucha
por hallar respuestas.
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