miércoles, 29 de enero de 2014

1280 ALMAS, por Carlos Giménez Soria



la corrupción moral del individuo

"A veces te pones a pensar en muchas cosas…
en niños que se mueren de hambre,
en niñas vendidas como esclavas por un espejo,
en mujeres a las que les cosen el sexo…
No es por pura bondad por lo que Dios creó la idea del asesinato,
porque… ¿qué es un asesinato al lado de todas esas abominaciones?"
Lucien Cordier a Rose en una escena de Coup de Torchon
 
Bertrand Tavernier 
En 1981, el cineasta francés Bertrand Tavernier, ex crítico de la revista Cahiers du Cinéma, se planteó el reto de adaptar para la gran pantalla la novela negra 1280 almas, considerada como la obra cumbre del escritor y guionista Jim Thompson. Tavernier, que ya había caído antes en la tentación de adaptar novelas policiacas (en El relojero de Saint Paul, según una obra de Georges Simenon), se sintió poderosamente atraído por la controvertida personalidad de Jim Thompson. La obra, que describe el paulatino proceso de corrupción moral de un individuo, fue rebautizada para su versión cinematográfica con el título de Coup de Torchon y, con ella, Tavernier se adentró en el terreno de lo políticamente incorrecto obteniendo unos resultados más que elogiables. Según declaró el propio Tavernier en varias entrevistas, la metafísica y el humor, la provocación sexual y la desesperación que encontraba en los libros de Thompson le estimularon lo suficiente como para desear plasmarlas en una película, aunque ello significara romper con su imagen de director humanista.
Coup de Torchon se abre con una escena en la que Lucien Cordier (Philippe Noiret), jefe de policía en el África occidental francesa de los años 30, contempla a unos niños africanos agazapado junto a un árbol. De repente, se produce un eclipse solar y Cordier enciende una hoguera para que los niños se aproximen al fuego y no pasen frío. Mientras ellos avanzan, él se aleja para que no se espanten. Después de dos horas de película, regresamos al mismo escenario, con los mismos niños y con Cordier apoyado de nuevo en el mismo árbol, pero esta vez empuña su revólver y apunta contra los niños con la intención de disparar. No sabe a cuál de ellos disparar primero y, en su cara, se dibuja cierta perplejidad ante la propia conciencia de lo que está a punto de hacer. Acto seguido, baja el arma y apoya la frente en el brazo. No ha sido capaz de disparar, pero, de todos modos, su propósito se revela completamente antagónico a la piedad inicial ante los niños desvalidos. ¿Qué es, pues, lo que ha conducido a Cordier a operar ese cambio tan radical entre la escena inicial y la escena final de la película?
Como en su anterior revisión de Simenon, Tavernier y Jean Aurenche, su habitual coguionista, trasladaron la acción a otro tiempo y lugar, sustituyendo la América profunda del sur por un pueblo del África colonial llamado Bourkassa. La localización permitió a Tavernier mantener los elementos de racismo endémico presentes en la novela y contar con la oportunidad de enfrentar a la audiencia francesa con la historia de su país que estaba abierta a un serio cuestionamiento moral. Tavernier y Aurenche trasladaron la acción desde los alrededores de 1917 hasta 1938, justo antes del estallido de la Segunda Guerra Mundial para poder mostrar un mundo al límite donde la exposición de las ansiedades y las dudas del protagonista frente a un telón de fondo hecatómbico y amenazador repercutiesen en su carácter de policía incompetente, gandul, bobo y solitario.
Lucien es un personaje que, a pesar de estar rodeado de gente, padece la angustia del aislamiento porque los demás le desprecian abiertamente por su cobardía. Lleva una vida familiar desestructurada con una esposa que lo aborrece, un cuñado inútil y una amante que lo devora sexualmente. La vida de Lucien puede ser parcialmente definida, pues, por la ausencia de una familia adecuada. Su soledad lo introduce en una espiral de obsesión que permite que funestas ideas sobre sí mismo y su posición en un mundo horrible den vueltas en su cabeza hasta atormentarle. A su alrededor, sólo ve un mundo de maldad que le quita el sueño y el hambre.
A lo largo de Coup de Torchon, la obsesión de Lucien con el mal que le rodea crece hasta el punto de citarlo como justificación para casi todo lo que lleva a cabo: una serie de asesinatos cometidos con una aparente calma en ascenso. Su acción se inicia como un acto de venganza hacia aquellos que se burlan de él por su buen carácter y le ridiculizan públicamente. Trata siempre de ajustar las circunstancias para que, de ningún modo, pueda ser acusado del crimen que piensa cometer. De ese modo, buscando siempre coartadas, puede permitirse el lujo de jugar cínicamente con otros y convertirlos en los auténticos sospechosos del delito que él ha cometido.
Lucien es agudamente consciente de los problemas que le rodean, pero se ve superado por el crecimiento de éstos y acaba expresando sentimientos paralelos de resignación e impotencia. Progresivamente, su conducta criminal se hace más cruel y sanguinaria, llegando a introducirse en un círculo vicioso que hace de él un hombre despiadado que ahora es capaz de matar sólo para satisfacer sus propósitos de lograr un objetivo concreto. Cordier ve un mundo saturado de maldad que él, como jefe de policía que es, debe erradicar. Esa es la causa que le lleva a matar cada vez con mayor gratuidad. En la perversidad que hay en el mundo, él encuentra el motivo para asesinar o impulsar a los demás a ejecutar los planes que él concibe: después de todo, si el mundo ha enloquecido, él ha de tener mayor libertad para aplicar su personal idea de la justicia. Esta idea le introduce involuntariamente en la demencia, mientras pierde el control de su propia existencia hasta el punto de creer que obra según la voluntad divina.
Fotograma de Coup de Torchon
Las ansiedades y los miedos de Lucien no se relacionan con su preocupación por los agravantes obstáculos que amenazan la lucha diaria para lograr una vida fácil, sino que consumen la desesperación de un hombre que, cada vez, encuentra más difícil ocultar los grandes males que puede ver, oír y palpar. Lucien no sólo se da cuenta de que es terriblemente incapaz de evitar la crueldad y la injusticia, sino que, de hecho, puede sentirlas crecer a su alrededor tan seguras como los indicios de la inminente guerra que arrollará al mundo. Habiendo soportado un constante sentimiento de culpabilidad y desprecio, tanto su difícil niñez como su vida posterior en Bourkassa, que le fuerzan a aceptar el fracaso como forma de vida, le convierten en un ser maltratado cuyo destino está marcado por su desesperada falta de autoestima. Y ese recorrido vital convierte a Lucien en un adulto de carácter infantil, incapaz de dejar su niñez atrás. Cuando intenta plantear su sentido de la identidad a la profesora, mientras caminan solos en la noche, sencillamente no logra encontrar las palabras adecuadas, resignándose al hecho de que cualquier respuesta es fútil al fin y al cabo.
Tavernier suele incluir momentos cómicos en algunas de sus obras. En Coup de Torchon, este recurso es casi constante y sirve de contrapunto al salvajismo del drama que contemplamos. Lucien emplea continuamente chistes prácticos como medio de volver la espalda a aquellos que tratan de perjudicar su calidad de vida a través del abuso y de la explotación (como, por ejemplo, Vanderbrouck, el ciudadano más rico del lugar, a quien hace caer en unas letrinas públicas), del mismo modo que el hecho de tomar parte en las bromas de Le Peron y Leonelli, Chavasson, Nono, Rose y parte de la población blanca de Bourkassa figuran para que Lucien pueda revelar sus propias manifestaciones cómicas: la comedia que continuamente emerge es esencial dentro del punto de vista moral del film para tratar el tema de la corrupción y la injusticia. En cierta manera, se puede afirmar que el humor salva, en parte, a Lucien de la demencia porque le ayuda a afrontar la podredumbre moral de Bourkassa, aunque no le libra de su voluntad de acabar con los gérmenes que devoran la tranquilidad del pueblo.
Mientras todos los demás parecen contentarse con proteger su status social mediante la autoindulgencia e ignoran la lamentable realidad de su entorno, la habilidad de Lucien para satisfacer sus apetitos y ocultar los horrores que le rodean decrece progresivamente. Le atenazan con más frecuencia terribles pensamientos que es incapaz de mantener fuera de su mente. Todo lo que desea es encontrar descanso para su cada vez más enmarañada vida y para sus oscuras ideas, algo que no es capaz de conseguir. Su sueño es interrumpido por pesadillas sobre cadáveres o sobre su terrible infancia, donde recuerda como su padre le culpaba de que su madre hubiese muerto en el parto.
Su faceta de policía se va corrompiendo porque, siendo incapaz de detener a la gente que perjudica al pueblo, opta por matarla e inculpar a otros o fingir que ha sido un accidente. Su objetivo debería ser detener delincuentes, pero él, harto del entorno de maldad en que vive, se cree con derecho para matar. Al principio, mata a gente que perjudica al pueblo, algo que ya no es propio de un agente de la ley porque sus crímenes son calculados y ejecutados a sangre fría. Sin embargo, más reprochable es su conducta posterior, cuando mata a inocentes sólo por conveniencia propia. Su decrepitud humana es tan grande que se siente vacío y, para tranquilizar su conciencia, justifica su conducta erigiéndose como un enviado de Dios. Es el modo que tiene de llenar ese vacío mediante el método que más le place. Pero eso sólo le permitirá engañarse hasta cierto punto: en la escena final frente a los niños africanos a los que está a punto de matar se desmorona porque sabe que, en el fondo, es un muerto en vida que actúa movido por el absurdo de su definitiva demencia.
La confusa incertidumbre de Lucien y la sensación de caos inminente a su alrededor son los elementos que configuran estilísticamente Coup de Torchon. Para lograr ambos efectos, Tavernier pensó que lo más útil era la utilización de la Steadicam porque con ella se consigue la impresión de que uno nunca está en terreno estable y de que nada es realmente sólido. Al contrario que Kubrick en El resplandor, Tavernier no quiso disimular su uso, sino emplearla para obtener esa sensación de inestabilidad, de que uno no sabe nunca realmente dónde está el foco central de la imagen. El cineasta de Lyon explotó cuanto pudo esta cualidad inherentemente inestable de la Steadicam, que crea un mayor efecto de desconcierto y vacilación en la imagen cuanto más rápido es el movimiento de la cámara. Hay secuencias determinadas donde el uso de la Steadicam es muy apropiado: en la escena en que Cordier regresa al pueblo después de haber encendido un fuego para los niños africanos, apreciamos, en cámara subjetiva, la confusa impresión de las gentes que atraviesan el plano y nos hacemos ya una idea de la caótica atmósfera que recorrerá todo el film. La sensación es casi la de un deambular onírico que se combina muy adecuadamente con la pesadillesca perspectiva sobre las cosas de Cordier. Es un intento de crear la misma sensación del relato en primera persona que hay en la novela por medio de recursos cinematográficos. Los hechos son narrados en el libro por el protagonista y nos parecen demenciales (más aún cuando es el propio policía quien narra la historia, un individuo evidentemente perturbado por el entorno). Pues bien, esa inclinación inestable de la Steadicam nos transmite el mismo efecto, pero por medio de la expresión óptica.
La relación de Lucien con el ambiente es tensa, acribillado siempre por el miedo a las ansiedades y amenazas que se esconden a su alrededor. Tavernier utiliza un encuadre muy activo que frecuentemente se mueve, con velocidad, en respuesta a la llegada de la gente, sugiriendo la paulatina necesidad de Lucien de mirar sobre su hombro en busca de una nueva preocupación a la que enfrentarse de mala gana. Los repentinos movimientos de cámara sirven también como reflejo de la violencia intrínseca del film, que siempre está a la vuelta de la esquina. Las imágenes son muy cinéticas creando así una inquietud visual que subraya las idas y venidas de Lucien, siempre en busca de algo pero sin la certeza de saber qué esta buscando.
Hay un creciente interés de Tavernier por utilizar la cámara para involucrar a la gente en el paisaje y, sobre todo, para unir a Lucien y su mundo con un ligero movimiento. Aquí la cámara nos lleva a menudo de una imagen de Bourkassa o de uno de sus habitantes hasta Lucien, pero nunca en la dirección opuesta, dentro de un sistema que sugiere la idea de que la comunidad de Bourkassa ejerce influencia sobre él, pero que él no tiene esperanzas de invertir el efecto.
Únicamente dos personajes imponen un principio ético de conducta al personaje de Cordier. El primero es el párroco del pueblo que exige a Lucien que demuestre a la gente que es capaz de llevar a cabo sus obligaciones de una forma honesta y correcta. Sin saberlo, le proporciona la motivación para cometer el asesinato de Marcaillou, el marido de Rose, pero sus palabras pretendían ser bienintencionadas. Además, es uno de los pocos personajes que no parece compartir el racismo que domina a la mayoría de la población blanca de Bourkassa.
El segundo personaje es Anne (Irène Skobline), la joven profesora, que tiene éxito en provocar pequeños actos de generosidad hacia los niños africanos por parte de Lucien. Anne valora positivamente a Lucien y le ama, incluso después de que él le escriba sus crímenes sobre una pizarra, pero Lucien no quiere sentirse amado por ella -aunque la desea más auténticamente que a ninguna otra mujer- porque los principios éticos de Anne aguijonean dolorosamente la conciencia del policía.

Lucien: No debes amarme, Anne. No es por ti, es por mi trabajo. Estar contigo me impediría hacerlo bien y no tengo
derecho. Hay millones de desgraciados y yo estoy solo.

Anne: Si no me quisieras no tendrías que haberme dicho eso. No necesitaba saberlo.

Lucien: No podía hacerlo de otra manera.

Anne: ¿No tienes miedo?

Lucien: ¿Miedo de qué?

Anne: De lo que podría pasarte.

Lucien: No tiene importancia. De todos modos, estoy muerto hace tanto tiempo.

El propio Lucien revela en este diálogo que él ya no es un ser viviente, sino un instrumento en las manos de Dios que previamente ha sido despojado de toda conciencia para poder matar impunemente.
Pero, de hecho, es Rose (Isabelle Huppert) quien acaba la labor de forzar a Lucien a contemplar la verdadera naturaleza de lo que ha hecho y se produce un giro revelador en ella por el contraste entre su ingenuidad inicial y la dureza con que habla a Lucien después de que éste la impulse a asesinar a la esposa y al cuñado del policía.

Rose: ¡Que te jodan! Siempre consigues justificarte.

Lucien: Tengo que buscar una razón a las cosas (Rose le abofetea). Eres un poco dura, Rose, me haces dudar de mí. Hace diez minutos me habría jurado incapaz de albergar la más mínima maldad y ahora me lo estoy planteando.

No obstante, a pesar de los horrendos actos que Lucien comete y de su creencia en que sus razones están justificadas, todavía una llama de amabilidad humana parpadea en su alma a través de su tendencia aparentemente natural a intentar ayudar, al menos, a la gente vulnerable e indefensa que se encuentra en su camino. En el fondo, su alma no esta del todo vacía y Tavernier prefiere mostrarle como un hombre terriblemente contaminado por maldades todavía mayores que la suya. Después de todo, lo que Coup de Torchon nos sugiere son las propias dudas de Tavernier acerca de la voluntad divina por medio de un hombre cada vez más desgastado en su lucha por hallar respuestas.


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