viernes, 24 de enero de 2014

FOLLOWING, por Jorge Duarte


Lo primero que sorprende en la ópera prima de Nolan, rodada en 1998, es su distancia estética con respecto a sus posteriores filmes: el ritmo y la fotografía de Following recuerdan más al Éric Rommer de El amor después del mediodia o a cualquier integrante de la Nouvelle Vague que a las ruidosas producciones hollywoodienses al estilo de Memento, El truco final o la saga de Batman. Al contrario de lo que suele suceder en este tipo de cine, Nolan da aquí primacía a la composición de los caracteres antes que al desarrollo de la trama, deteniéndose morosamente durante toda la primera parte del metraje en las vicisitudes y opiniones de los personajes. Una primera parte cuyo guión parece por momentos firmado por el mismísimo Paul Auster. Sin embargo, a pesar de estas llamativas diferencias, no es difícil percibir ya en este Nolan primerizo  algunas de las constantes que después lo definirán a lo largo de su carrera, en especial su inconformismo con las formas narrativas convencionales y su afán por tomar  en fuera de juego a los espectadores.

Bill es un aspirante a escritor –madre mía, qué cantidad de aspirantes a escritores pululan por el celuloide- en horas bajas que buscando inspiración se dedica a perseguir por las calles a completos desconocidos. Vamos, lo que haría cualquiera en la misma situación. Pero cuando Jeremy Theobald se percate de ello Bill no va a encontrar un argumento para sus novelas; lo encontrará para su propia vida. Porque en Following, como en Memento, o en El truco final, nada es lo que parece y lo que comienza siendo un juego inocente derivará pronto en un perverso -y para qué negarlo, bastante improbable- complot que no le augura nada bueno a Bill.

Curiosamente según la película se va adentrando en el meollo de la historia, según va perdiendo el tono intimista del principio para abandonarse a la intriga de genero negro su ritmo parece resentirse y extraviar en cierta medida su cuidado pulso narrativo. Pero tampoco en exceso; lo cierto es que el corto metraje de la cinta, apenas 70 minutos, no se lo permite. Con todo, lo mejor está en la sorprendente habilidad con la que Nolan es capaz de alterar la linealidad del relato, saltando en el tiempo a su antojo sin necesidad de una justificación y sin que por ello se resienta la claridad de lo expuesto o el resultado parezca arbitrario y artificioso. Una habilidad que sin duda compensa sobradamente cualquier defecto de su trama y que la convierte, en mi humilde opinión, en una de las películas más interesantes del director británico. Lo que no es decir poco.



 


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