Naturaleza muerta sobre fondo gris
«Interiores era lo que yo quería hacer y lo
mejor que podía hacer en ese momento.» WA.
Allen ha sido siempre un cinéfilo militante, razón
por la cuál acostumbra a ser odiado cordialmente por quien ha visto
poco cine... o demasiado. Sus películas están trufadas de
referencias a esos directores que tanto admira, permitiéndose el
lujo en varias ocasiones de rendirles tributo directo con su cine.
Al respecto, Allen lo tiene claro: «prefiero intentar
acercarme a Bergman, Buñuel o Fellini y fracasar, a contentarme
con la pretensión de tener éxito en el mercado popular» (1)
Con Fellini saldó cuentas en Recuerdos (Stardust
Memories, 1980) y, quizás, Sombras y niebla (Shadows and
Fog, 1991) –aunque ahí también le puso su corona de
flores particular al expresionismo alemán–. Ninguna de las dos
fueron grandes películas, en verdad.
La alargada sombra de su venerado maestro, icono y hasta
guía espiritual, Ingmar Bergman –vivito, coleando y pendientes
todos del estreno de su última película para TV, a 20 años
vista de Fanny y Alexander (Fanny och Alexander, 1982)–, la encontramos
en Septiembre (September, 1987) –posiblemente, su peor drama–,
Otra mujer (Another woman, 1988) e Interiores. Y es esta
última la que más justicia hace al legado de ningún
otro cineasta.
En Interiores hay una familia en descomposición,
piezas de fruta pasada y animales rígidos en el cuadro macilento
que nos pinta Allen. Un hombre que ha dejado de querer y una mujer que
no quiere aceptarlo, buscando refugio, apoyo y algo de consuelo en sus
hijas... y obteniendo a cambio incomprensión, desatando el pánico
en unas jóvenes que ya tienen encarriladas sus vidas y no necesitan
"agobiarse" con los problemas matriarcales. Esta no será
una prueba sencilla para ninguna de las tres: la crisis sufrida por su
madre afectará -con todo- a sus aliviadas existencias y les llevará
a replantearse sus relativos logros. Viejas insidias (alguna envidia manifiesta),
celos adolescentes, heridas sin restañar. Los interiores de Allen
poseen el genuino desgarro de Como en un espejo (Sasom i en spegel,
1961) o Gritos y susurros (Viskningar och rop, 1972), donde personajes
sufrientes se consumían en habitaciones con techos demasiado altos,
donde la locura y la soledad se rifaban los despojos de humanos silentes
a la espera de Dios o la nada.
Eve (la madre, una espectral Geraldine Page) pondrá
fin a su depresión de una manera harto expeditiva. Renata (la hija
segura de si misma y del merecimiento de su fama; la por aquel entonces
inevitable Diane Keaton) pasará más jornadas de las deseadas
con el psiquiatra. Joey (Mary Beth Hurt) acentuará sus inseguridades.
Flyn (Kristin Griffith) parecerá amoldarse a sus papeles de eterna
secundona, actriz de reparto en series de televisión fácilmente
olvidables.
Woody al habla: «hay algo de mí en todos
los personajes. Renata representa todas mis preocupaciones personales...
uno tiene un sentido de la moralidad y piensa que la obra propia perdurará,
lo cuál es una tontería... Renata se da cuenta de que lo
único que tiene alguna posibilidad son las relaciones humanas» (2).
Los temas recurrentes en la filmografía del Allen
más maduro –ese al que algunos echamos de menos, tras su contrato
de mínimos con Dreamworks prohibiéndole expresamente
filmar dramas– vuelven a estar ahí: la facilidad de la burguesía
para buscarse unos problemas que no tiene, la autocompasión como
estilo de vida, la aparente necesidad de realizarse cuando lo que en realidad
sucede... es que uno no se soporta a sí mismo. Con la particularidad,
además, de que esta fue la primera película que nos mostraba
esta faceta de Woody, tras la tragicomedia de Calisto y Annie Hall. Y
en el más difícil todavía, esta era también
la primera vez en que el director-actor no interpretaba algún papel.
Gordon Willis firma la fotografía. Casi nada. El
hombre que está detrás de los tres padrinos de Coppola,
de Annie Hall (id., 1977), de Manhattan (id., 1979)... lo
mismo podríamos decir, repasando categorías, de la pléyade
de colaboradores que el tiempo convirtió en habituales.
Con esta película Allen firmó su declaración
de independencia. Se salió de catálogo. No quería
ser de por vida aquel tipo gracioso que hacía comedias absolutamente
conscientes de su intrascendencia -que es quizás lo que lleva haciendo,
eterno retorno, desde Acordes y desacuerdos (1999)-. Construyó
un film europeo, preciosista y doloroso. Allen -como Chaplin, como Moretti-
es de esa raza única de payasos que cuando se ponen serios demuestran
tener menos razones que la mayoría para sonreír. Y sin embargo...
¡continúan haciéndolo!
(1) "Conversaciones con Woody Allen"
de Jean-Michel Frodon. Ediciones Paidós.
(2) "Woody Allen" de Jorge Fonte. Editorial Cátedra. Signo e Imagen / Cineastas.
(2) "Woody Allen" de Jorge Fonte. Editorial Cátedra. Signo e Imagen / Cineastas.
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