viernes, 24 de enero de 2014

INTERIORES, por Jorge-Mauro de Pedro

Naturaleza muerta sobre fondo gris

«Interiores era lo que yo quería hacer y lo mejor que podía hacer en ese momento.» WA.

Allen ha sido siempre un cinéfilo militante, razón por la cuál acostumbra a ser odiado cordialmente por quien ha visto poco cine... o demasiado. Sus películas están trufadas de referencias a esos directores que tanto admira, permitiéndose el lujo en varias ocasiones de rendirles tributo directo con su cine.

Al respecto, Allen lo tiene claro: «prefiero intentar acercarme a Bergman, Buñuel o Fellini y fracasar, a contentarme con la pretensión de tener éxito en el mercado popular» (1)

Con Fellini saldó cuentas en Recuerdos (Stardust Memories, 1980) y, quizás, Sombras y niebla (Shadows and Fog, 1991) –aunque ahí también le puso su corona de flores particular al expresionismo alemán–. Ninguna de las dos fueron grandes películas, en verdad.

La alargada sombra de su venerado maestro, icono y hasta guía espiritual, Ingmar Bergman –vivito, coleando y pendientes todos del estreno de su última película para TV, a 20 años vista de Fanny y Alexander (Fanny och Alexander, 1982)–, la encontramos en Septiembre (September, 1987) –posiblemente, su peor drama–, Otra mujer (Another woman, 1988) e Interiores. Y es esta última la que más justicia hace al legado de ningún otro cineasta.

En Interiores hay una familia en descomposición, piezas de fruta pasada y animales rígidos en el cuadro macilento que nos pinta Allen. Un hombre que ha dejado de querer y una mujer que no quiere aceptarlo, buscando refugio, apoyo y algo de consuelo en sus hijas... y obteniendo a cambio incomprensión, desatando el pánico en unas jóvenes que ya tienen encarriladas sus vidas y no necesitan "agobiarse" con los problemas matriarcales. Esta no será una prueba sencilla para ninguna de las tres: la crisis sufrida por su madre afectará -con todo- a sus aliviadas existencias y les llevará a replantearse sus relativos logros. Viejas insidias (alguna envidia manifiesta), celos adolescentes, heridas sin restañar. Los interiores de Allen poseen el genuino desgarro de Como en un espejo (Sasom i en spegel, 1961) o Gritos y susurros (Viskningar och rop, 1972), donde personajes sufrientes se consumían en habitaciones con techos demasiado altos, donde la locura y la soledad se rifaban los despojos de humanos silentes a la espera de Dios o la nada.
Eve (la madre, una espectral Geraldine Page) pondrá fin a su depresión de una manera harto expeditiva. Renata (la hija segura de si misma y del merecimiento de su fama; la por aquel entonces inevitable Diane Keaton) pasará más jornadas de las deseadas con el psiquiatra. Joey (Mary Beth Hurt) acentuará sus inseguridades. Flyn (Kristin Griffith) parecerá amoldarse a sus papeles de eterna secundona, actriz de reparto en series de televisión fácilmente olvidables.

Woody al habla: «hay algo de mí en todos los personajes. Renata representa todas mis preocupaciones personales... uno tiene un sentido de la moralidad y piensa que la obra propia perdurará, lo cuál es una tontería... Renata se da cuenta de que lo único que tiene alguna posibilidad son las relaciones humanas» (2).

Los temas recurrentes en la filmografía del Allen más maduro –ese al que algunos echamos de menos, tras su contrato de mínimos con Dreamworks prohibiéndole expresamente filmar dramas– vuelven a estar ahí: la facilidad de la burguesía para buscarse unos problemas que no tiene, la autocompasión como estilo de vida, la aparente necesidad de realizarse cuando lo que en realidad sucede... es que uno no se soporta a sí mismo. Con la particularidad, además, de que esta fue la primera película que nos mostraba esta faceta de Woody, tras la tragicomedia de Calisto y Annie Hall. Y en el más difícil todavía, esta era también la primera vez en que el director-actor no interpretaba algún papel.

Gordon Willis firma la fotografía. Casi nada. El hombre que está detrás de los tres padrinos de Coppola, de Annie Hall (id., 1977), de Manhattan (id., 1979)... lo mismo podríamos decir, repasando categorías, de la pléyade de colaboradores que el tiempo convirtió en habituales.

Con esta película Allen firmó su declaración de independencia. Se salió de catálogo. No quería ser de por vida aquel tipo gracioso que hacía comedias absolutamente conscientes de su intrascendencia -que es quizás lo que lleva haciendo, eterno retorno, desde Acordes y desacuerdos (1999)-. Construyó un film europeo, preciosista y doloroso. Allen -como Chaplin, como Moretti- es de esa raza única de payasos que cuando se ponen serios demuestran tener menos razones que la mayoría para sonreír. Y sin embargo... ¡continúan haciéndolo! 

(1) "Conversaciones con Woody Allen" de Jean-Michel Frodon. Ediciones Paidós.
(2) "Woody Allen" de Jorge Fonte. Editorial Cátedra. Signo e Imagen / Cineastas.


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