Trenes rigurosamente vigilados
Me encanta ver películas que transcurran en trenes. Tienen ese plus que a veces necesitamos para estar más atentos o mas conformes con lo que se nos presenta. No sé si porque ese vehículo tiene algo de metafórico, o incluso de alegórico, en su construcción interna y en el orden de todos los factores con su producto. No sé si por algún recuerdo de la infancia o por alguna necesidad de la vejez, por tener que interpretar un sueño o un gesto en el asiento central del ultimo vagón antes de llegar a la cafetería. No sé si porque esas películas, casi todas clásicas, consiguen ser subversivas a su propio clasicismo al hacer que la unidad de espacio sea una unidad de desplazamiento que consigue como casi ninguna otra llevar el mismo ritmo, y tener el mismo nivel de importancia, que las unidades de tiempo y acción. Puede que todos tengamos pasillos estrechos para llegar a los compartimentos del deseo, puede que ningún encuentro en el restaurante sea casual ni fortuito, puede que seamos el gusano que penetra hasta el corazón de un mundo que quizá fuera se esté pudriendo entre mordiscos ajenos y una climatología adversa. Puede que el mundo se mueva aunque nosotros parezcamos que no.
De entre todas las películas que transcurren en un tren puede que El emperador del Norte sea mi favorita. Y lo es porque es una película de Aldrich que transcurre en un tren que es como decir que me gustaría tener a Beyoncé en casa y que ninguno de los dos tuviéramos cobertura. Mas o menos. O lo que es lo mismo tenemos un tren como forma de narración y a un narrador con un dinamismo absoluto en las formas. El marco es incomparable: la gran depresión y sus provincias, con aire de Steinbeck pero oxigeno de Georges Arnaud. Un caldo de cultivo con demasiada sustancia como para que un autor como Aldrich hiciera una obra tibia y populista hija de un tiempo que comenzaba a cambiar a ciertos autores agotados de hacer buen cine de género en su superficie y contestatario en profundidad. Tan rico y tan sugerente como el cine rodado dentro de un tren.
Para Fleischer un tren es un laberinto de identidades, para Hitchcock el lugar perfecto para que el mal se encuentre, para Delvaux un estado entre la vigilia y la ensoñación, para Woody Allen el peaje de viajar con demasiados acompañantes hacia ninguna parte. Para Aldrich un tren es la toma de una decisión, es la confirmación de las sospechas menos queridas y el atrevimiento mejor representado. Es el mundo que divide al planeta y lo parte en dos para siempre. Como un raíl, como una vía. Cada uno tiene el derecho y la responsabilidad de situarse al lado que más le convenza o le convenga, pero esa decisión suele ser definitiva e inamovible. Así nos presenta Aldrich el conflicto en su obra, así lo desarrolla en esta película. Los personajes de Lee Marvin (nº1) y Ernest Borgnine (Shark) vienen de una misma matriz, ambos pertenecen a un mismo estrato social, a una misma raza humana. Son carne de cañón de luz artificial y capitalismo, presos de un sistema de vida que apuesta por separar en unidades a una masa infinita y poderosa.
Shark decide ser un hombre de bien en el infierno. Numero 1 un diablo en la tierra. Shark se pone la gorra y se convierte en el vigilante, en el que revisa, el que cuida del tren y de lo establecido. Se gana un sueldo (mísero) pero disfruta con la percepción del poder que ostenta. Es el gran asesino de mendigos, el terror de los vagabundos, el que pone el punto y final a la desventura y la pobreza. Su naturaleza sádica y su determinación sirven para marcar el territorio que a Aldrich controla como nadie: la violencia extrema como lecho cómodo para la enajenación, la locura y el sometimiento de los que pensamos débiles. Si El emperador del norteen lugar de un tren hubiera sido una cárcel de mujeres, Bette Davis hubiera bordado el papel de alguacil. Ernest Borgnine presta su cara y su sudor a los encuadres pluscuamperfectos de Aldrich, mientras que la historia se va decantando por el mal oficialista que realmente es el bien natural.
El de los pobres es el de Numero 1. Lee Marvin paso de ser un villano secundario de postín en algunas de las mejores películas de la historia del cine[1] a ser el antihéroe perfecto para el orondo director de nuestro estudio. Su fisionomía es parte de cada plano, su descreimiento es el resumen de cada secuencia, su manera de pronunciar las mejores frases de unos diálogos perfectos de Christopher Knopf le hacen convertirse en un símbolo sobre la supervivencia y la rebeldía de conseguirla en los peores tiempos. Aldrich no escatima ese sentido del “espectáculo deportivo” que traía consigo desde que trabajaba como periodista de beisbol y futbol americano y planifica todo los encuentros entre el antihéroe y el antiantiheroe como si de un combate o un partido se tratara, pero dejando claro con su utilización brillantemente subjetiva de la puesta en escena que sus colores son los de la mugre física antes que los de la mugre moral.
Por eso Numero 1 no se revela únicamente contra el entorno que le oprime y le persigue( el guardia Shark) sino también contra los nuevos tiempos que en el filme está representado por Cigaret (Keith Carradine), un vagabundo joven que intenta heredar de Numero 1 su reinado entre los pobres. Como el personaje de The Scholfiel Kid en Sin perdón (Unforgiven, 1992, Clint Eastwood), Cigaret busca pasar a la leyenda sin haber entrado en la historia, nutriendo su ego tan solo de la fama que necesita y no del bagaje necesario, del pensamiento preciso y del aprendizaje adecuado. No hay un verdadero pensamiento como en el personaje de Lee Marvin, ni un desequilibrio social como en el de Clint Eastwood en la película citada, sino un ansia de aparentar y prosperar dentro de unos parámetros determinados. Robert Aldrich demuestra así su pensamiento cinematográfico, el que fue el mejor ayudante de dirección de Hollywood cuando trabajo para directores como Charles Chaplin, Joseph Losey o Lewis Milestone, un pensamiento que abomina del camino fácil y que solo tiene sentido cuando las cosas se consiguen como han de conseguirse: enfrentándote al sistema, burlándote de él.
En ese sentido, Aldrich tuvo muy claro que su película no iba dejar contento a nadie. Está hecha casi a contracorriente ya que no existe ni la pausa, ni las concesiones, ni el sentido hollywoodiense de su producción (los actores son feos y más feos que salen, no hay personajes femeninos, el amor solo existe si es libre y a la libertad). La violencia es premeditada y brutal (los enfrentamientos entre Borgnine y Marvin parecen de verdad) y no hay un respiro ni al final. Porque aunque el cine se acabe Aldrich sabía que la vida seguía. Como ese tren que sigue su camino aunque su vigilante ya no pueda cuidar por su destino.
[1] Los sobornados (The big heat, 1953, Fritz Lang) o El hombre que mato a Liberty Valance (The man who shot Liberty Valance, 1962, John Ford) entre otras.
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