LA
DAMA Y EL BRIBÓN
Lucia Harper (Joan
Bennett) trata de convencer a Ted Darby (Shepperd Strudwick), un galán maduro y
de buen ver, de que deje en paz a su hija Beatriz (Geraldine Brooks), todavía
una adolescente, que se ha enamorado de quien a todas luces -excepto a las de
la interesada- no le conviene. El encuentro entre los dos (la madre y el
donjuán) tiene lugar en un antro de mala muerte en el que desentona la digna y
bella presencia de la señora Harper, que ha tomado esta iniciativa a espaldas
de su hija y para protegerla de un indeseable.
Darby se aviene a lo que
le pide la señora Harper, pero sólo a cambio de una cantidad de dinero. Ante
tan ultrajante propuesta, Lucia no quiere oír nada más: anuncia a Darby que
transmitirá a su hija la ofensiva oferta, y esto será suficiente para abrirle
los ojos sobre la clase de canalla en quien ha depositado su atolondrado amor;
a continuación abandona altivamente el tugurio. Ted Darby se da prisa en
telefonear a Beatriz y ponerle al tanto de lo que le dirá su madre; así
prevenida, la joven Beatriz rechaza las imputaciones que contra su novio lanza
su madre, incluido el bochornoso trato de abandonarla a cambio de dinero: se
comporta como una enamorada sin juicio ni resquicio, y niega desde el fondo de
su corazón cualquier cosa que pueda empañar la imagen de su maduro galanteador.
Considera a su madre una mujer chapada a la antigua, incapaz de comprender el
«nuevo», elegante y desenfadado estilo de vida de quien manda en sus
sentimientos. En suma, la oposición de la madre tiene el consabido efecto de
espolear aún más la pasión adolescente de Beatriz por Ted Darby.
Usted tal vez esté
interesado en saber que Lucia Harper lleva el peso de la dirección de la casa
en ausencia de su marido, Tom, un ingeniero que se encuentra en Europa por
razones de trabajo. La familia vive en las afueras de una pequeña villa costera
californiana, Balboa, y de ella forman parte -además de Beatriz y su madre- el
padre de Tom y suegro de Lucia (que también se llama Tom), el hermano pequeño
de Beatriz (David) y Sybil, una solícita criada negra. Lucia conduce con rienda
firme pero a la vez suave los asuntos del hogar; y todos (e induyo aquí también
a su algo díscola hija mayor) admiran su entereza sin énfasis, la prudente
sabiduría con que se desvela por cada uno, por sus más diminutos afanes; la ven
como un dechado de rectitud, incapaz lo mismo de desfallecer que de delegar en
otro sus responsabilidades.
Pero esa misma noche,
después de la agria disputa con su hija, Lucia está tentada de descargar parte
de esa responsabilidad escribiendo una carta a su esposo, Tom, en la que le
comunica sus inquietudes sobre el incierto futuro de su hija y su propia
impotencia para enfrentarse a la situación. Su hijo David es demasiado pequeño
para hacer nada, y su suegro, Tom, demasiado mayor; sólo ella puede encarar el
problema y tratar de aislar a Beatriz del peligroso truhán que la ronda. Pero,
en el último momento, Lucia estruja la carta y le envía a su marido otra más
convencional, en que se limita a expresarle su amor. Demasiado alejado del
hogar para hacer algo eficaz, no descargará sobre él una responsabilidad que,
por la confluencia de unas azarosas circunstancias, sólo a ella incumbe hacer
frente.
EN
EL EMBARCADERO
Mientras está ocurriendo
esto, Beatriz se ha citado a escondidas con Ted Darby en la caseta del
embarcadero, próxima a la casa familiar. Beatriz da cuenta a Darby, indignada,
de las cosas que su madre le ha contado, y en especial de que él accederá a no
verla más si su madre le paga por ello. Sin mucho embarazo, Darby reconoce que,
en efecto, anda falto de dinero y no le vendría mal que Lucia, la madre de
Beatriz, le diera algo. Beatriz se enfurece ante esa muestra de cinismo, que
para ella equivale a una confesión de que ha dejado su corazón al cuidado de un
canalla; humillada y furiosa, lo golpea en la cara con las manos, y también en
la frente con una linterna que ha llevado consigo para poder llegar al
embarcadero en medio de la oscuridad de la noche. Este último golpe deja
semiinconsciente a Darby, que se tambalea y se apoya sobre la barandilla de
madera de la caseta; ésta cede y él se precipita al suelo, donde queda
accidentalmente ensartado en un ancla que había debajo.
Una Beatriz llorosa e
inconsolable regresa a casa y cuenta a su madre lo ocurrido, salvo algo que
ella misma desconoce porque no se quedó allí el tiempo suficiente para verlo:
que Darby acaba de morir atravesado como por una brocheta. Reconoce ante su
madre que se ha equivocado, que ella tenía razón, que Ted es un rufián que ha
tratado de aprovecharse de ella y que ha sufrido la peor afrenta de su joven
vida al darse cuenta de todo esto. Lucia la conforta como puede y enseguida se
pone al mando de la situación: pide a su hija que vaya a acostarse y se
encamina al embarcadero para ver ella misma lo que ha sucedido. Pero es sólo a
la mañana siguiente, ya a plena luz, cuando descubre a Darby muerto sobre la
arena, con el cuerpo traspasado por el ancla. Sin pensárselo dos veces, y dando
inmediatamente por sentado que si se descubre el cuerpo sin vida de Darby (un
reconocido bribón) la policía sospechará que se ha tratado de un asesinato,
Lucia arrastra el cadáver hasta el interior de una lancha motora cercana, la
pone en marcha y, cuando se ha adentrado lo suficiente en la bahía, arroja el
cadáver al mar.
Es importante advertir en
todo esto que Lucia tiene que moverse en un terreno minado, fuera de la vista
no sólo de testigos accidentales, sino, sobre todo, de los ojos de los miembros
de su familia, siempre pendientes de ella, acostumbrados a delegar en ella, a
pedirle parecer sobre las cosas más nimias (como David, el hijo pequeño, que
solicita su permiso para comer una onza de chocolate antes de irse a acostar).
Esta vigilancia permanente y, por lo demás, bienintencionada y fruto de la
admiración que en sus dotes gerenciales tienen sus allegados, hace que la vida
de Lucia esté rodeada de una tensión que no le da tregua, y que ahora, con los
terribles acontecimientos recientes, ha quedado redoblada. Todo lo que de
relevante o irrelevante acaece en esa familia que reside en una apacible villa
costera pasa por las manos y por el cerebro de esa tenaz e inteligente mujer
que, además, se comporta con los suyos sin ademanes despóticos, derrochando
dulzura y comprensión. También con su hija, ahora frágil y desmadejada por el
brutal desengaño sentimental, y a la que decide proteger y poner al margen de
todo ese maldito embrollo. Recuérdese que, a todo esto, Beatriz ni siquiera
sabe todavía que Ted Darby ha muerto a resultas del impacto sufrido por su
mano.
RESPONSABILIDAD
He aquí una interesante
cuestión filosófica: ¿es Beatriz responsable de la muerte de Darby? ¿Podía ella
prever que, tras el golpe con la linterna en la sien, él se acercaría
trastabillando hasta el palenque, que este se rompería, y él caería al vacío y
aterrizaría encima de un ancla que, para desgracia suya, se encontraba justo
debajo y preparada como de molde para incrustarse en su cuerpo y dejarlo sin
vida? Beatriz se alejó del lugar donde todas estas aciagas secuelas ocurrían,
ignorante de ellas; pero, en todo caso, fue su mano la que asestó el golpe y,
al hacerlo, desencadenó esa sucesión de acontecimientos. Su responsabilidad en
ellos -considerados su trastorno emocional, la ausencia de intencionalidad y el
concurso de un azar infausto- queda muy mermada pero tal vez no reducida a
cero. Quizá un juez o un jurado verían en todo esto atenuantes, mas no una
eximente completa de culpa[1].
Sea de esto lo que fuere,
lo cierto es que entendemos y aplaudimos la firme decisión de su madre de
dejarla al margen de todo. Dicho de otra manera, quizá más clara, nos
repugnaría que la madre, Lucia, siendo
como ya sabemos que es, sufriera un ataque de rigorismo y entregase a su
hija a la justicia en cumplimiento estricto de su deber ciudadano. Escenas como
ésta ponen a prueba nuestras intuiciones morales acerca de lo que significa
obrar bien y, a la vez, moldean esas intuiciones morales: si nos parece bien lo
que hace Lucia (proteger a su hija, a la que considera inocente de cuanto ha
pasado) es que nosotros la vemos también
como inocente y nos decimos que actuaríamos como Lucia en circunstancias
semejantes, y que encontramos hasta digna de encomio su manera de proceder.
No sería este, en todo
caso, el juicio que merecería la actuación de Lucia para un muy distinguido
filósofo moral del siglo XVIII, el alemán Immanuel Kant, que pensaba que hay
que obrar en todo momento de conformidad con el deber, y dejando de lado
querencias y partidismos personales. Está fuera de duda que Lucia actúa con
evidente parcialidad en todo esto, pero la cuestión es: ¿la consideraríamos
mejor persona si hubiera puesto entre paréntesis su condición de madre y
hubiese dejado que un juez imparcial conociera el asunto y decidiese sobre él?
Aún más: incluso si, en lugar de tratarse de su hija, la persona que acabó con
la vida de Darby hubiese sido un perfecto desconocido para Lucia, ¿no
entenderíamos que lo amparase tras saber que el azar había participado hasta tal
punto en el fatal desenlace? La gran novelista decimonónica George Eliot quizá
sea en estas cuestiones una guía mejor, y sobre todo menos imponente y
amedrentadora, que el reputado Kant, una persona que, no obstante sus
indudables méritos intelectuales (de los que tendré más que decir en lo
sucesivo), estaba aquejado del defecto de intolerancia
a la ambigüedad en cuestiones morales:
El
gran problema de la relación cambiante entre pasión y deber no tiene clara
solución ni aun para el hombre más capaz de comprenderlo -reconoce Eliot-
[...], no existe respuesta única que sirva en toda ocasión. Los casuistas son
objeto de duros reproches, mas su perverso espíritu de minucioso discernimiento
guarda la sombra de una verdad a la que los ojos y los corazones se encuentran
a menudo fatalmente sellados: la verdad de que los juicios, en cuestión de
moral, pueden ser falsos y vacíos de no estar contrastados e iluminados por un
examen de las especiales circunstancias que señalan la suerte de cada individuo[2].
MARTIN
DONNELLY, CHANTAJISTA
Estando en estas, entra en
escena el otro gran protagonista de la historia: Martín Donnelly (James Mason).
Donnelly se presenta en la casa de los Harper llevando debajo del brazo un
manojo de cartas de amor escritas por Beatriz al difunto Darby: «Su precio es
cinco mil dólares al contado», le aclara a la madre de Beatriz. Lucia Harper
reacciona con su acostumbrada dignidad y aplomo pidiendo al chantajista que se
marche de su casa si no quiere que avise a la policía. A Donnelly no le cuesta
mucho convencer a Lucia de lo peligroso que sería para Beatriz que esas cartas
llegasen a manos de la justicia. Las cartas en cuestión sirvieron de garantía
para que Darby, sin blanca, consiguiera un préstamo que le concedieron Martin
Donnelly y un socio suyo, un tal Nagel; con la muerte de Darby las cartas han
subido insospechadamente de valor, como de inmediato supieron ver Martin
Donnelly y Nagel.
Mientras ocurre todo esto,
Donnelly es testigo involuntario de cómo el resto de la familia Harper, que va desfilando
por delante de él (ajenos todos al chantaje a que Lucia está siendo en ese
momento sometida), depende de las capacidades gestoras de esa mujer para
funcionar, de cómo los demás le piden su parecer para todo, de la fascinadora
mezcla de suavidad y determinación con que Lucia los atiende. A pesar de que el
hijo menor, Beatriz y el suegro van apareciendo inopinadamente mientras la
extorsión está teniendo lugar, Lucia mantiene su temple y los deja en la
ignorancia de lo que está pasando, los trata incluso con un pausado cariño en
medio de la difícil situación. Martin, el chantajista, comprueba que todos
ellos son encantadores y que Lucia, la cabeza de familia, lo es aún más si
cabe...
Donnelly se va finalmente
a pesar de la ingenua insistencia del suegro de Lucia en que se quede a cenar;
pero se marcha no sin antes conseguir comprometer a Lucia para que ambos se
vean al día siguiente en la ciudad, en Balboa, para seguir hablando del precio
de las cartas de amor interceptadas.
LA
CONSTRUCCIÓN MORAL DE MARTIN DONNELLY
Entre Martin y Lucia se
empieza a fraguar enseguida una sutil, muy sutil intimidad; ya la primera vez
que están juntos fuera de casa, yendo en coche de camino a Balboa, ella le
confiesa algo que no diría nunca a quien tuviera por un desaprensivo: «Usted no
sabe cómo la familia le acosa a una a veces». Los demás miembros de la casa
conocen sus rutinas de comportamiento al dedillo, ella es una persona metódica,
ordenada y ordenadora; eso hace que los otros aguarden sus directrices para
actuar, que estén necesitados de su auxilio para desenvolverse y la busquen en
todo momento como guía. Ella ha dado sobradas muestras de saber llevar este
peso, de servir como centralita por la que pasan una y otra vez las vidas de
sus deudos; pero este buen gobierno de la casa supone una presión constante
sobre su sistema nervioso, ahora si cabe acentuada por los últimos y
extraordinarios acontecimientos.
El dulce y perspicaz tesón
con que esa hermosa mujer busca proteger a los suyos la embellece aún más a los
ojos de Martín, que no puede dejar de darse cuenta de que ella está al borde de
sus fuerzas; de que, por ejemplo, fuma demasiado para estar mentalmente alerta
y también para aplacar su nerviosismo. Le aconseja que fume menos, y ella le
hace caso y arroja el cigarrillo por la ventanilla del coche; he aquí otro
gesto inconsciente de complicidad entre ambos. Poco después Martin le regalará
una boquilla para filtrar el tabaco sin que ella se dé cuenta: una delicadeza
con la que él empieza a mostrarse a sí mismo que no es la persona vulgar y
corrompida que hasta entonces había conocido. ¿Por qué este gesto refinadamente
furtivo? Admira la valía moral de ella, no puede dejar de hacerlo; y no sólo
esto: intuye que ella es muy capaz de entender y apreciar esa valía moral en
otros; con lo que a Martin se le ofrece, por primera vez en su asendereada
vida, una oportunidad, la ocasión de mejorar su fachada moral sabiendo que
alguien más podrá darse cuenta de esa mejoría. La autoestima descansa en buena
medida en la heteroestima, en cómo te vean los otros; pero no cualesquiera
otros, sino un espectador cualificado; y eso es lo que tiene ahora Martin a su
alcance: un espectador cualificado que sabrá calibrar su metamorfosis, una
metamorfosis por la que empiece a ser de un modo que a él mismo le satisfaga
más.
Mientras todo esto ocurre
en un discreto segundo plano, lo que se advierte más a simple vista es que él
la presiona para que le pague el dinero, pero acepta el retraso en la entrega
que ella le solicita. Martin aclara a Lucia -otro gesto de complicidad- que él
puede esperar, pero que su socio, Nagel (Roy Roberts), no es un individuo tan
paciente. Y, en efecto, al poco tiempo Martin habla por teléfono con Lucia y le
cuenta que Nagel no está dispuesto a esperar, que quiere el dinero sin
prórrogas; y que trate de reunir al menos la mitad de esos 5.000 dólares. «Ya
le he dicho a Nagel que mi parte puede esperar. Y también quiero que sepa que
si yo tuviera dinero, le pagaría [a NagelJ y pondríamos fin a este asunto.»
Algo así, tan insólito, provoca un silencio de asombro al otro lado de la línea
telefónica. «¿Sigue usted ahí? -pregunta Martín-. ¿Ha oído lo que le he dicho?
¡Ojalá pudiera creerme! Quisiera que todo hubiera sido diferente. De esto he
sacado una cosa buena: conocerla.»
Parece claro que Martin
está ya enamorado de Lucia y que en ese amor influye mucho la admiración moral;
pero precisamente por eso es un amor que no aspira siquiera a ser
correspondido: Martin sabe que Lucia nunca pondrá en peligro su estabilidad familiar
(su familia, por la que se desvive) ni traicionará a su marido para irse con un
extorsionador, por buenas maneras y simpatía que éste se gaste. Es más, Martín
vería amortiguada su devoción por ella si se percatase de que es correspondido:
su impecabilidad moral, que él tanto admira, habría mostrado tener grietas. Es
el suyo un amor sin futuro, sin esperanzas y sin deseo de tenerlas; y,
precisamente por todo ello, de una intensidad perfecta que no será mancillada
por la cotidianidad. Pero ¿qué hay de Lucia? ¿Qué siente ella, si es que siente
algo, por Martín? ¿Lo ama también? Uno de los grandes aciertos de la película,
y de Joan Bennett en particular, es que nunca llegamos a quedar en claro sobre
esto. Lucia es una esfinge -quizá una esfinge sin secretos, como diría Oscar
Wilde- en lo que respecta a lo que experimenta por Martin. Siente simpatía por
él, esto es seguro; pero probablemente ni ella misma sabe, ni quiere saber, qué
otras emociones pasan por su ánimo cuando se le pone delante aquel que tan visiblemente
embelesado está por su coraje y encanto femeninos. Una especie de
autodisciplina le cierra el paso a la indagación de estos sentimientos tan
potencialmente peligrosos para ella. Hubiera sido un error que Ophüls nos
dejase entrever que ella sentía alguna debilidad por él; entre otras cosas,
porque Martín tampoco lo desea (ni nosotros con él). Quizá sólo esté al alcance
de películas tan grandes como ésta el que nos demos cuenta de que hay
situaciones en que el amor no correspondido es la solución no sólo que más nos
conmueve, sino también la que más nos satisface.
JUZGAR
POR LAS CONSECUENCIAS
A todo esto, el socio de
Martin, Nagel, no deja de darse cuenta de lo que está pasando, de los cambios
acelerados que advierte en él, y se burla de la educación moral a través de la
mirada (la simple mirada) a que ella le está sometiendo -sin darse cuenta, por
otra parte- y que él está aceptando con entusiasmo y casi con un lelo candor.
«Mira, esa señora no es de tu clase, Martin -le dice con sorna-. A veces pienso
que no soportas verme porque te recuerdo lo que eres. No eres respetable.» Tus
esfuerzos por ser mejor, le viene a decir, están condenados de antemano: no
lograrás cambiar.
Tras diversos y
humillantes intentos, Lucia sólo consigue reunir 800 dólares y se ve con Martín
para entregárselos. Con cálida y visible alegría, él le comunica que ya no
tiene nada que temer: la policía ha detenido a un falso culpable; Nagel ya no
podrá seguir con el chantaje, está a salvo. Ante las reservas de ella por que
hayan cogido a un inocente, Martín la tranquiliza: «No se preocupe, se trata de
un canalla». Pero su severidad ética impide a Lucia aceptar que se acuse a
alguien por lo que no ha hecho, y le cuenta a Martín que es ella la que ha
matado a Darby; ella, no su hija Beatriz, a la que continúa queriendo mantener
a salvo de todo. Martín se muestra incrédulo la juzga incapaz de cometer un
crimen y piensa que o bien está encubriendo a su hija o que todo fue
involuntario. En todo caso, su fascinación por la altura moral de ella no ha
disminuido sino si acaso aumentado con esas improbables revelaciones. Le dice:
«Está bien, está bien, está bien. Cometió el crimen y yo la creo, si eso es lo
que quiere. Pero no va a repetir lo que me ha dicho a nadie más, deme usted su
palabra».
Al despedirse, Martín aún
tiene que emplearse a fondo y discurre entre ellos este diálogo:
-Escúcheme
-le pide Martin-, ya está libre de todo, ¿entiende?, ¡libre de todo!
-¡Pero
él es inocente! -protesta ella, refiriéndose al individuo al que han arrestado
por error.
-Bueno,
es inocente de esto, pero culpable de otras cien cosas, así que no importa en
absoluto. No importa, lo mire como lo mire. Tiene su familia -le dice a Lucia-,
tiene que pensar en lo que sea beneficioso para todos; olvídese de él. Sería
inútil sacrificar a su familia por un hombre que no es bueno, que merece lo que
le pasa y más; si le castigan por esto, será lo único útil que ha hecho en su
vida. No pretendo pensar en lo justo o injusto del caso. No se trata de la
clase de persona que usted conoce, sino de la clase de persona que conozco yo.
Y así tiene que ser. Es lo más acertado, Lucia, lo que hay que hacer.
Aunque Martín no lo sepa,
ni le haga falta saberlo, está adoptando en todo esto (e invitando a Lucia a
que haga otro tanto) una actitud consecuencialista a la hora de juzgar un acto:
ocultemos la verdad, le propone a Lucia, porque decir la verdad en estas
circunstancias sería tanto como arruinar su maravillosa vida familiar. Si, por
el contrario, nos da por adoptar una actitud más ortodoxa (deontológica), si
pretendemos juzgar nuestras acciones por su conformidad o no con las normas
legales, habremos salvado de la cárcel a una persona que no se lo merecía y
habremos condenado al sufrimiento a quienes tampoco se lo merecen, sus
parientes. Tal vez sea injusto, pero el mundo estará mejor si cometemos esta
injusticia; habrá más felicidad en él que si obramos ateniéndonos a inflexibles
posiciones de principio.
Es, no cabe duda, una
interesante (y difícil) cuestión, sobre la que les invito a volver más
adelante: decidir si hay que enjuiciar una conducta mirando exclusivamente a si
se acomoda a lo prescrito por el deber, o si, al contrario, hay que evaluarla
teniendo en cuenta sus efectos previsibles y su repercusión sobre el bienestar
global. En esta película, y en la
situación concreta dibujada en ella, Martin está persuadido de que lo mejor
es guiarse por este último criterio, y logra convencer a Lucia de su punto de
vista. Algo así habría soliviantado de nuevo a Kant; pero también podría
suceder que la teoría moral kantiana no esté de acuerdo con todas nuestras
intuiciones morales acerca de lo que hay que hacer en ocasiones específicas,
muy ricamente sazonadas de detalles que no son tan irrelevantes -como Kant
pretende hacernos creer- para llevar a cabo un enjuiciamiento moral competente.
DE
NUEVO EN EL EMBARCADERO
Nagel ha acudido por su
cuenta al embarcadero a entrevistarse con Lucia y exigirle el dinero,
exasperado ante los románticos miramientos hacia ella que ha advertido en su
socio Martin. Desde luego, sus modales ásperos y rufianescos poco tienen que
ver con los de Martín, que aparece en mitad de la disputa verbal que ya se ha
emprendido entre Lucia y Nagel, y se enzarza en una pelea a puñetazos con este.
«Te dije que no te acercaras a ella», le dice a Nagel, y uno percibe que se
arroja sobre él asqueado de que alguien trate de manera desconsiderada a la
mujer a la que secretamente admira y ama..., y a la que nunca se atreverá a decir ni una cosa ni la otra. Martín se
limita a hacer gestos que nos
revelan, más allá de toda duda, su amor trágico y sin esperanza; pero del que
ha obtenido, sin embargo, algo valiosísimo: cobrarse autoestima.
La violenta refriega acaba
con Nagel estrangulado a manos de Martin. A continuación viene el momento de
mayor intimidad que tiene con Lucia, a quien permite asomarse por un momento, y
con delicado pudor, al escueto resumen de su malhadada existencia: «¿Sabe que
cuando yo era pequeño mi madre quería que fuera sacerdote? -le cuenta con una
alegría casi infantil-. Tenía cinco hijos y no comprendía que yo fuera la oveja
negra. No hice ni una cosa honrada en toda mi vida ni sentí deseos de hacerla
hasta que usted apareció. Entonces empecé a pensar si podría borrar el pasado y
empezar de nuevo. ¿Y qué pasa? Que cuando intento hacer algo bueno me encuentro
con esto entre las manos [se refiere a la muerte de Nagel]», Martin recibe el
mejor tributo que podría desear, y es que ella le diga: «Usted no es como él».
Suficiente en una película en que las cosas más importantes están dichas con
una exquisita sobriedad, y a veces ni siquiera quedan dichas y son los gestos
mudos los que hablan.
Martin, maltrecho tras la
pelea, aún tiene tiempo de llevar a cabo un conmovedor sacrificio por la mujer
que ama, un sacrificio de tal magnitud que indudablemente, sea lo que fuere lo
que hubiera hecho antes, deja su vida con un balance moral neto a su favor.
Pero aquí prefiero que sea usted mismo el que disfrute con el espectáculo
inolvidable de un hombre al que le ha crecido el buen gusto moral casi de golpe
y ha decidido hacer honor a esa novedad en su vida, le cueste lo que le cueste.
[1] El reparto de la acción es una muy
interesante colección de ensayos en torno a la responsabilidad, compilados por
Manuel Cruz y Roberto Rodríguez Aramayo, y publicada en la editorial Trotta, de
Madrid en 1999.
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