martes, 28 de enero de 2014

ALMAS DESNUDAS, por Juan Antonio Rivera





LA DAMA Y EL BRIBÓN
Lucia Harper (Joan Bennett) trata de convencer a Ted Darby (Shepperd Strudwick), un galán maduro y de buen ver, de que deje en paz a su hija Beatriz (Geraldine Brooks), todavía una adolescente, que se ha enamorado de quien a todas luces -excepto a las de la interesada- no le conviene. El encuentro entre los dos (la madre y el donjuán) tiene lugar en un antro de mala muerte en el que desentona la digna y bella presencia de la señora Harper, que ha tomado esta iniciativa a espaldas de su hija y para protegerla de un indeseable.
Darby se aviene a lo que le pide la señora Harper, pero sólo a cambio de una cantidad de dinero. Ante tan ultrajante propuesta, Lucia no quiere oír nada más: anuncia a Darby que transmitirá a su hija la ofensiva oferta, y esto será suficiente para abrirle los ojos sobre la clase de canalla en quien ha depositado su atolondrado amor; a continuación abandona altivamente el tugurio. Ted Darby se da prisa en telefonear a Beatriz y ponerle al tanto de lo que le dirá su madre; así prevenida, la joven Beatriz rechaza las imputaciones que contra su novio lanza su madre, incluido el bochornoso trato de abandonarla a cambio de dinero: se comporta como una enamorada sin juicio ni resquicio, y niega desde el fondo de su corazón cualquier cosa que pueda empañar la imagen de su maduro galanteador. Considera a su madre una mujer chapada a la antigua, incapaz de comprender el «nuevo», elegante y desenfadado estilo de vida de quien manda en sus sentimientos. En suma, la oposición de la madre tiene el consabido efecto de espolear aún más la pasión adolescente de Beatriz por Ted Darby.
Usted tal vez esté interesado en saber que Lucia Harper lleva el peso de la dirección de la casa en ausencia de su marido, Tom, un ingeniero que se encuentra en Europa por razones de trabajo. La familia vive en las afueras de una pequeña villa costera californiana, Balboa, y de ella forman parte -además de Beatriz y su madre- el padre de Tom y suegro de Lucia (que también se llama Tom), el hermano pequeño de Beatriz (David) y Sybil, una solícita criada negra. Lucia conduce con rienda firme pero a la vez suave los asuntos del hogar; y todos (e induyo aquí también a su algo díscola hija mayor) admiran su entereza sin énfasis, la prudente sabiduría con que se desvela por cada uno, por sus más diminutos afanes; la ven como un dechado de rectitud, incapaz lo mismo de desfallecer que de delegar en otro sus responsabilidades.
Pero esa misma noche, después de la agria disputa con su hija, Lucia está tentada de descargar parte de esa responsabilidad escribiendo una carta a su esposo, Tom, en la que le comunica sus inquietudes sobre el incierto futuro de su hija y su propia impotencia para enfrentarse a la situación. Su hijo David es demasiado pequeño para hacer nada, y su suegro, Tom, demasiado mayor; sólo ella puede encarar el problema y tratar de aislar a Beatriz del peligroso truhán que la ronda. Pero, en el último momento, Lucia estruja la carta y le envía a su marido otra más convencional, en que se limita a expresarle su amor. Demasiado alejado del hogar para hacer algo eficaz, no descargará sobre él una responsabilidad que, por la confluencia de unas azarosas circunstancias, sólo a ella incumbe hacer frente.
EN EL EMBARCADERO
Mientras está ocurriendo esto, Beatriz se ha citado a escondidas con Ted Darby en la caseta del embarcadero, próxima a la casa familiar. Beatriz da cuenta a Darby, indignada, de las cosas que su madre le ha contado, y en especial de que él accederá a no verla más si su madre le paga por ello. Sin mucho embarazo, Darby reconoce que, en efecto, anda falto de dinero y no le vendría mal que Lucia, la madre de Beatriz, le diera algo. Beatriz se enfurece ante esa muestra de cinismo, que para ella equivale a una confesión de que ha dejado su corazón al cuidado de un canalla; humillada y furiosa, lo golpea en la cara con las manos, y también en la frente con una linterna que ha llevado consigo para poder llegar al embarcadero en medio de la oscuridad de la noche. Este último golpe deja semiinconsciente a Darby, que se tambalea y se apoya sobre la barandilla de madera de la caseta; ésta cede y él se precipita al suelo, donde queda accidentalmente ensartado en un ancla que había debajo.
Una Beatriz llorosa e inconsolable regresa a casa y cuenta a su madre lo ocurrido, salvo algo que ella misma desconoce porque no se quedó allí el tiempo suficiente para verlo: que Darby acaba de morir atravesado como por una brocheta. Reconoce ante su madre que se ha equivocado, que ella tenía razón, que Ted es un rufián que ha tratado de aprovecharse de ella y que ha sufrido la peor afrenta de su joven vida al darse cuenta de todo esto. Lucia la conforta como puede y enseguida se pone al mando de la situación: pide a su hija que vaya a acostarse y se encamina al embarcadero para ver ella misma lo que ha sucedido. Pero es sólo a la mañana siguiente, ya a plena luz, cuando descubre a Darby muerto sobre la arena, con el cuerpo traspasado por el ancla. Sin pensárselo dos veces, y dando inmediatamente por sentado que si se descubre el cuerpo sin vida de Darby (un reconocido bribón) la policía sospechará que se ha tratado de un asesinato, Lucia arrastra el cadáver hasta el interior de una lancha motora cercana, la pone en marcha y, cuando se ha adentrado lo suficiente en la bahía, arroja el cadáver al mar.
Es importante advertir en todo esto que Lucia tiene que moverse en un terreno minado, fuera de la vista no sólo de testigos accidentales, sino, sobre todo, de los ojos de los miembros de su familia, siempre pendientes de ella, acostumbrados a delegar en ella, a pedirle parecer sobre las cosas más nimias (como David, el hijo pequeño, que solicita su permiso para comer una onza de chocolate antes de irse a acostar). Esta vigilancia permanente y, por lo demás, bienintencionada y fruto de la admiración que en sus dotes gerenciales tienen sus allegados, hace que la vida de Lucia esté rodeada de una tensión que no le da tregua, y que ahora, con los terribles acontecimientos recientes, ha quedado redoblada. Todo lo que de relevante o irrelevante acaece en esa familia que reside en una apacible villa costera pasa por las manos y por el cerebro de esa tenaz e inteligente mujer que, además, se comporta con los suyos sin ademanes despóticos, derrochando dulzura y comprensión. También con su hija, ahora frágil y desmadejada por el brutal desengaño sentimental, y a la que decide proteger y poner al margen de todo ese maldito embrollo. Recuérdese que, a todo esto, Beatriz ni siquiera sabe todavía que Ted Darby ha muerto a resultas del impacto sufrido por su mano. 

RESPONSABILIDAD
He aquí una interesante cuestión filosófica: ¿es Beatriz responsable de la muerte de Darby? ¿Podía ella prever que, tras el golpe con la linterna en la sien, él se acercaría trastabillando hasta el palenque, que este se rompería, y él caería al vacío y aterrizaría encima de un ancla que, para desgracia suya, se encontraba justo debajo y preparada como de molde para incrustarse en su cuerpo y dejarlo sin vida? Beatriz se alejó del lugar donde todas estas aciagas secuelas ocurrían, ignorante de ellas; pero, en todo caso, fue su mano la que asestó el golpe y, al hacerlo, desencadenó esa sucesión de acontecimientos. Su responsabilidad en ellos -considerados su trastorno emocional, la ausencia de intencionalidad y el concurso de un azar infausto- queda muy mermada pero tal vez no reducida a cero. Quizá un juez o un jurado verían en todo esto atenuantes, mas no una eximente completa de culpa[1].
Sea de esto lo que fuere, lo cierto es que entendemos y aplaudimos la firme decisión de su madre de dejarla al margen de todo. Dicho de otra manera, quizá más clara, nos repugnaría que la madre, Lucia, siendo como ya sabemos que es, sufriera un ataque de rigorismo y entregase a su hija a la justicia en cumplimiento estricto de su deber ciudadano. Escenas como ésta ponen a prueba nuestras intuiciones morales acerca de lo que significa obrar bien y, a la vez, moldean esas intuiciones morales: si nos parece bien lo que hace Lucia (proteger a su hija, a la que considera inocente de cuanto ha pasado) es que nosotros la vemos también como inocente y nos decimos que actuaríamos como Lucia en circunstancias semejantes, y que encontramos hasta digna de encomio su manera de proceder.
No sería este, en todo caso, el juicio que merecería la actuación de Lucia para un muy distinguido filósofo moral del siglo XVIII, el alemán Immanuel Kant, que pensaba que hay que obrar en todo momento de conformidad con el deber, y dejando de lado querencias y partidismos personales. Está fuera de duda que Lucia actúa con evidente parcialidad en todo esto, pero la cuestión es: ¿la consideraríamos mejor persona si hubiera puesto entre paréntesis su condición de madre y hubiese dejado que un juez imparcial conociera el asunto y decidiese sobre él? Aún más: incluso si, en lugar de tratarse de su hija, la persona que acabó con la vida de Darby hubiese sido un perfecto desconocido para Lucia, ¿no entenderíamos que lo amparase tras saber que el azar había participado hasta tal punto en el fatal desenlace? La gran novelista decimonónica George Eliot quizá sea en estas cuestiones una guía mejor, y sobre todo menos imponente y amedrentadora, que el reputado Kant, una persona que, no obstante sus indudables méritos intelectuales (de los que tendré más que decir en lo sucesivo), estaba aquejado del defecto de intolerancia a la ambigüedad en cuestiones morales:
El gran problema de la relación cambiante entre pasión y deber no tiene clara solución ni aun para el hombre más capaz de comprenderlo -reconoce Eliot- [...], no existe respuesta única que sirva en toda ocasión. Los casuistas son objeto de duros reproches, mas su perverso espíritu de minucioso discernimiento guarda la sombra de una verdad a la que los ojos y los corazones se encuentran a menudo fatalmente sellados: la verdad de que los juicios, en cuestión de moral, pueden ser falsos y vacíos de no estar contrastados e iluminados por un examen de las especiales circunstancias que señalan la suerte de cada individuo[2].
MARTIN DONNELLY, CHANTAJISTA
Estando en estas, entra en escena el otro gran protagonista de la historia: Martín Donnelly (James Mason). Donnelly se presenta en la casa de los Harper llevando debajo del brazo un manojo de cartas de amor escritas por Beatriz al difunto Darby: «Su precio es cinco mil dólares al contado», le aclara a la madre de Beatriz. Lucia Harper reacciona con su acostumbrada dignidad y aplomo pidiendo al chantajista que se marche de su casa si no quiere que avise a la policía. A Donnelly no le cuesta mucho convencer a Lucia de lo peligroso que sería para Beatriz que esas cartas llegasen a manos de la justicia. Las cartas en cuestión sirvieron de garantía para que Darby, sin blanca, consiguiera un préstamo que le concedieron Martin Donnelly y un socio suyo, un tal Nagel; con la muerte de Darby las cartas han subido insospechadamente de valor, como de inmediato supieron ver Martin Donnelly y Nagel.
Mientras ocurre todo esto, Donnelly es testigo involuntario de cómo el resto de la familia Harper, que va desfilando por delante de él (ajenos todos al chantaje a que Lucia está siendo en ese momento sometida), depende de las capacidades gestoras de esa mujer para funcionar, de cómo los demás le piden su parecer para todo, de la fascinadora mezcla de suavidad y determinación con que Lucia los atiende. A pesar de que el hijo menor, Beatriz y el suegro van apareciendo inopinadamente mientras la extorsión está teniendo lugar, Lucia mantiene su temple y los deja en la ignorancia de lo que está pasando, los trata incluso con un pausado cariño en medio de la difícil situación. Martin, el chantajista, comprueba que todos ellos son encantadores y que Lucia, la cabeza de familia, lo es aún más si cabe...
Donnelly se va finalmente a pesar de la ingenua insistencia del suegro de Lucia en que se quede a cenar; pero se marcha no sin antes conseguir comprometer a Lucia para que ambos se vean al día siguiente en la ciudad, en Balboa, para seguir hablando del precio de las cartas de amor interceptadas. 

LA CONSTRUCCIÓN MORAL DE MARTIN DONNELLY
Entre Martin y Lucia se empieza a fraguar enseguida una sutil, muy sutil intimidad; ya la primera vez que están juntos fuera de casa, yendo en coche de camino a Balboa, ella le confiesa algo que no diría nunca a quien tuviera por un desaprensivo: «Usted no sabe cómo la familia le acosa a una a veces». Los demás miembros de la casa conocen sus rutinas de comportamiento al dedillo, ella es una persona metódica, ordenada y ordenadora; eso hace que los otros aguarden sus directrices para actuar, que estén necesitados de su auxilio para desenvolverse y la busquen en todo momento como guía. Ella ha dado sobradas muestras de saber llevar este peso, de servir como centralita por la que pasan una y otra vez las vidas de sus deudos; pero este buen gobierno de la casa supone una presión constante sobre su sistema nervioso, ahora si cabe acentuada por los últimos y extraordinarios acontecimientos.
El dulce y perspicaz tesón con que esa hermosa mujer busca proteger a los suyos la embellece aún más a los ojos de Martín, que no puede dejar de darse cuenta de que ella está al borde de sus fuerzas; de que, por ejemplo, fuma demasiado para estar mentalmente alerta y también para aplacar su nerviosismo. Le aconseja que fume menos, y ella le hace caso y arroja el cigarrillo por la ventanilla del coche; he aquí otro gesto inconsciente de complicidad entre ambos. Poco después Martin le regalará una boquilla para filtrar el tabaco sin que ella se dé cuenta: una delicadeza con la que él empieza a mostrarse a sí mismo que no es la persona vulgar y corrompida que hasta entonces había conocido. ¿Por qué este gesto refinadamente furtivo? Admira la valía moral de ella, no puede dejar de hacerlo; y no sólo esto: intuye que ella es muy capaz de entender y apreciar esa valía moral en otros; con lo que a Martin se le ofrece, por primera vez en su asendereada vida, una oportunidad, la ocasión de mejorar su fachada moral sabiendo que alguien más podrá darse cuenta de esa mejoría. La autoestima descansa en buena medida en la heteroestima, en cómo te vean los otros; pero no cualesquiera otros, sino un espectador cualificado; y eso es lo que tiene ahora Martin a su alcance: un espectador cualificado que sabrá calibrar su metamorfosis, una metamorfosis por la que empiece a ser de un modo que a él mismo le satisfaga más.
Mientras todo esto ocurre en un discreto segundo plano, lo que se advierte más a simple vista es que él la presiona para que le pague el dinero, pero acepta el retraso en la entrega que ella le solicita. Martin aclara a Lucia -otro gesto de complicidad- que él puede esperar, pero que su socio, Nagel (Roy Roberts), no es un individuo tan paciente. Y, en efecto, al poco tiempo Martin habla por teléfono con Lucia y le cuenta que Nagel no está dispuesto a esperar, que quiere el dinero sin prórrogas; y que trate de reunir al menos la mitad de esos 5.000 dólares. «Ya le he dicho a Nagel que mi parte puede esperar. Y también quiero que sepa que si yo tuviera dinero, le pagaría [a NagelJ y pondríamos fin a este asunto.» Algo así, tan insólito, provoca un silencio de asombro al otro lado de la línea telefónica. «¿Sigue usted ahí? -pregunta Martín-. ¿Ha oído lo que le he dicho? ¡Ojalá pudiera creerme! Quisiera que todo hubiera sido diferente. De esto he sacado una cosa buena: conocerla.»
Parece claro que Martin está ya enamorado de Lucia y que en ese amor influye mucho la admiración moral; pero precisamente por eso es un amor que no aspira siquiera a ser correspondido: Martin sabe que Lucia nunca pondrá en peligro su estabilidad familiar (su familia, por la que se desvive) ni traicionará a su marido para irse con un extorsionador, por buenas maneras y simpatía que éste se gaste. Es más, Martín vería amortiguada su devoción por ella si se percatase de que es correspondido: su impecabilidad moral, que él tanto admira, habría mostrado tener grietas. Es el suyo un amor sin futuro, sin esperanzas y sin deseo de tenerlas; y, precisamente por todo ello, de una intensidad perfecta que no será mancillada por la cotidianidad. Pero ¿qué hay de Lucia? ¿Qué siente ella, si es que siente algo, por Martín? ¿Lo ama también? Uno de los grandes aciertos de la película, y de Joan Bennett en particular, es que nunca llegamos a quedar en claro sobre esto. Lucia es una esfinge -quizá una esfinge sin secretos, como diría Oscar Wilde- en lo que respecta a lo que experimenta por Martin. Siente simpatía por él, esto es seguro; pero probablemente ni ella misma sabe, ni quiere saber, qué otras emociones pasan por su ánimo cuando se le pone delante aquel que tan visiblemente embelesado está por su coraje y encanto femeninos. Una especie de autodisciplina le cierra el paso a la indagación de estos sentimientos tan potencialmente peligrosos para ella. Hubiera sido un error que Ophüls nos dejase entrever que ella sentía alguna debilidad por él; entre otras cosas, porque Martín tampoco lo desea (ni nosotros con él). Quizá sólo esté al alcance de películas tan grandes como ésta el que nos demos cuenta de que hay situaciones en que el amor no correspondido es la solución no sólo que más nos conmueve, sino también la que más nos satisface. 

JUZGAR POR LAS CONSECUENCIAS
A todo esto, el socio de Martin, Nagel, no deja de darse cuenta de lo que está pasando, de los cambios acelerados que advierte en él, y se burla de la educación moral a través de la mirada (la simple mirada) a que ella le está sometiendo -sin darse cuenta, por otra parte- y que él está aceptando con entusiasmo y casi con un lelo candor. «Mira, esa señora no es de tu clase, Martin -le dice con sorna-. A veces pienso que no soportas verme porque te recuerdo lo que eres. No eres respetable.» Tus esfuerzos por ser mejor, le viene a decir, están condenados de antemano: no lograrás cambiar.
Tras diversos y humillantes intentos, Lucia sólo consigue reunir 800 dólares y se ve con Martín para entregárselos. Con cálida y visible alegría, él le comunica que ya no tiene nada que temer: la policía ha detenido a un falso culpable; Nagel ya no podrá seguir con el chantaje, está a salvo. Ante las reservas de ella por que hayan cogido a un inocente, Martín la tranquiliza: «No se preocupe, se trata de un canalla». Pero su severidad ética impide a Lucia aceptar que se acuse a alguien por lo que no ha hecho, y le cuenta a Martín que es ella la que ha matado a Darby; ella, no su hija Beatriz, a la que continúa queriendo mantener a salvo de todo. Martín se muestra incrédulo la juzga incapaz de cometer un crimen y piensa que o bien está encubriendo a su hija o que todo fue involuntario. En todo caso, su fascinación por la altura moral de ella no ha disminuido sino si acaso aumentado con esas improbables revelaciones. Le dice: «Está bien, está bien, está bien. Cometió el crimen y yo la creo, si eso es lo que quiere. Pero no va a repetir lo que me ha dicho a nadie más, deme usted su palabra».
Al despedirse, Martín aún tiene que emplearse a fondo y discurre entre ellos este diálogo:
-Escúcheme -le pide Martin-, ya está libre de todo, ¿entiende?, ¡libre de todo!
-¡Pero él es inocente! -protesta ella, refiriéndose al individuo al que han arrestado por error.
-Bueno, es inocente de esto, pero culpable de otras cien cosas, así que no importa en absoluto. No importa, lo mire como lo mire. Tiene su familia -le dice a Lucia-, tiene que pensar en lo que sea beneficioso para todos; olvídese de él. Sería inútil sacrificar a su familia por un hombre que no es bueno, que merece lo que le pasa y más; si le castigan por esto, será lo único útil que ha hecho en su vida. No pretendo pensar en lo justo o injusto del caso. No se trata de la clase de persona que usted conoce, sino de la clase de persona que conozco yo. Y así tiene que ser. Es lo más acertado, Lucia, lo que hay que hacer.
Aunque Martín no lo sepa, ni le haga falta saberlo, está adoptando en todo esto (e invitando a Lucia a que haga otro tanto) una actitud consecuencialista a la hora de juzgar un acto: ocultemos la verdad, le propone a Lucia, porque decir la verdad en estas circunstancias sería tanto como arruinar su maravillosa vida familiar. Si, por el contrario, nos da por adoptar una actitud más ortodoxa (deontológica), si pretendemos juzgar nuestras acciones por su conformidad o no con las normas legales, habremos salvado de la cárcel a una persona que no se lo merecía y habremos condenado al sufrimiento a quienes tampoco se lo merecen, sus parientes. Tal vez sea injusto, pero el mundo estará mejor si cometemos esta injusticia; habrá más felicidad en él que si obramos ateniéndonos a inflexibles posiciones de principio.
Es, no cabe duda, una interesante (y difícil) cuestión, sobre la que les invito a volver más adelante: decidir si hay que enjuiciar una conducta mirando exclusivamente a si se acomoda a lo prescrito por el deber, o si, al contrario, hay que evaluarla teniendo en cuenta sus efectos previsibles y su repercusión sobre el bienestar global. En esta película, y en la situación concreta dibujada en ella, Martin está persuadido de que lo mejor es guiarse por este último criterio, y logra convencer a Lucia de su punto de vista. Algo así habría soliviantado de nuevo a Kant; pero también podría suceder que la teoría moral kantiana no esté de acuerdo con todas nuestras intuiciones morales acerca de lo que hay que hacer en ocasiones específicas, muy ricamente sazonadas de detalles que no son tan irrelevantes -como Kant pretende hacernos creer- para llevar a cabo un enjuiciamiento moral competente. 

DE NUEVO EN EL EMBARCADERO
Nagel ha acudido por su cuenta al embarcadero a entrevistarse con Lucia y exigirle el dinero, exasperado ante los románticos miramientos hacia ella que ha advertido en su socio Martin. Desde luego, sus modales ásperos y rufianescos poco tienen que ver con los de Martín, que aparece en mitad de la disputa verbal que ya se ha emprendido entre Lucia y Nagel, y se enzarza en una pelea a puñetazos con este. «Te dije que no te acercaras a ella», le dice a Nagel, y uno percibe que se arroja sobre él asqueado de que alguien trate de manera desconsiderada a la mujer a la que secretamente admira y ama..., y a la que nunca se atreverá a decir ni una cosa ni la otra. Martín se limita a hacer gestos que nos revelan, más allá de toda duda, su amor trágico y sin esperanza; pero del que ha obtenido, sin embargo, algo valiosísimo: cobrarse autoestima.
La violenta refriega acaba con Nagel estrangulado a manos de Martin. A continuación viene el momento de mayor intimidad que tiene con Lucia, a quien permite asomarse por un momento, y con delicado pudor, al escueto resumen de su malhadada existencia: «¿Sabe que cuando yo era pequeño mi madre quería que fuera sacerdote? -le cuenta con una alegría casi infantil-. Tenía cinco hijos y no comprendía que yo fuera la oveja negra. No hice ni una cosa honrada en toda mi vida ni sentí deseos de hacerla hasta que usted apareció. Entonces empecé a pensar si podría borrar el pasado y empezar de nuevo. ¿Y qué pasa? Que cuando intento hacer algo bueno me encuentro con esto entre las manos [se refiere a la muerte de Nagel]», Martin recibe el mejor tributo que podría desear, y es que ella le diga: «Usted no es como él». Suficiente en una película en que las cosas más importantes están dichas con una exquisita sobriedad, y a veces ni siquiera quedan dichas y son los gestos mudos los que hablan.
Martin, maltrecho tras la pelea, aún tiene tiempo de llevar a cabo un conmovedor sacrificio por la mujer que ama, un sacrificio de tal magnitud que indudablemente, sea lo que fuere lo que hubiera hecho antes, deja su vida con un balance moral neto a su favor. Pero aquí prefiero que sea usted mismo el que disfrute con el espectáculo inolvidable de un hombre al que le ha crecido el buen gusto moral casi de golpe y ha decidido hacer honor a esa novedad en su vida, le cueste lo que le cueste.


[1] El reparto de la acción es una muy interesante colección de ensayos en torno a la responsabilidad, compilados por Manuel Cruz y Roberto Rodríguez Aramayo, y publicada en la editorial Trotta, de Madrid en 1999.
[2]  G. Eliot, The mill on the Floss, Penguin, Londres, 1985, págs. 627 y 628.


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