“Otôsan, si aprendo a coser podré hacer kimonos, pero… ¿para qué me servirá estudiar los libros?”
“Bueno…seguramente nunca te será tan
útil como coser. Pero ten en cuenta que estudiar los libros te da el
poder de pensar. Aunque el mundo cambie, si tienes el poder de pensar,
siempre sobrevivirás de algún modo. Y es válido tanto para chicos como
para chicas.” (Conversación entre hija y padre extraída de El Ocaso del Samurái).
Un samaritano de la Era Showa
Quedan muy pocos cineastas japoneses
vivos a los que podríamos considerar como clásicos, de clásicos
samaritanos, cuyas citas sean tan reveladoras como la reproducida más
arriba. Yôji Yamada es uno de ellos. Él es un buen
samaritano de la Era Shôwa (1926~1989), pues nació en los albores de
esta longeva Era regida ideológicamente por el Emperador Hirohito,
concretamente un 13 de Septiembre de 1931 en la ciudad de Toyonaka (zona
de Kansai). Lo suyo es el puro clasicismo cinematográfico, amparado por
una pulcra formalidad extraída del “gendai geki eiga” de
posguerra. Ese cine que relataba el día a día de los conciudadanos
japoneses es el que mejor domina: esos planos alargados mostrando la
vida rutinaria de aquellos ciudadanos resignados con su felicidad
prefabricada, dedicados a trabajar de sol a sol para mantener a sus
familias, pero siempre con una sonrisa en la boca, son los que mejor
resumen el engranaje de sus “gendai geki”. En cierto modo, esta dinámica filmada de forma acompasada es la misma que utilizaba el humanista Yasujirô Ozu
en sus largometrajes, cuyos argumentos y escenarios parecían reciclarse
de producción en producción, pero que le servían perfectamente para
desarrollar sus propuestas entorno a las relaciones paterno-filiales. Yamada no sigue los métodos excéntricos impuestos por Ozu,
ni tampoco su estilo técnico (es decir, planos estáticos y rodados a
ras de suelo con algún leve plano secuencia entrecortado), sino que
impone otra manera de rodar y de desarrollar sus historias. La familia
tampoco constituye el núcleo central de sus filmes, mostrándose más
interesado en recrear los momentos joviales de las personas. También
muestra los pulmones de las grandes ciudades japonesas: esa plebe
obstruida por la pujanza económica de un Japón que había perdido el
miedo al fracaso personal y en el que sus proletariados veían su futuro
con un ilusorio optimismo. Y ese optimismo lo plasma perfectamente en
sus películas: los personajes tienden a ser apacibles, y eso hace que
sus filmes nos dejen un buen sabor de boca, ya que consiguen serenar
nuestras mentes. En cierto modo, su cine podría emparentarse
perfectamente con el de Mikio Naruse: ambos realizan cine costumbrista, pero utilizando métodos de trabajo muy equidistantes entre sí (Yamada respetaba a sus actores, Naruse
no). Tampoco filmaban de la misma manera, pero los dos seguían a raja
tabla ese academicismo que veía peligrar su existencia, a consecuencia
de los turbulentos años que se acercaban para la industria del cine
japonés. Y es que Yamada empezó en la Shôchiku en 1954 como
ayudante de dirección, justo después de licenciarse en la Universidad de
Tokio. Tuvieron que pasar hasta siete años para que le dejaran dirigir
su primer film: la comedia Nikai no Tanin (su traducción, más o
menos literal, sería “Los extraños de la planta de arriba”). A
continuación siguió los pasos de tantos otros cineastas afiliados a ésta
compañía: entró en el estudio Ofuna y se especializó en comedias del
tipo Baka Marudashi (“Exposición de un idiota”, 1964) o Natsukashi Fûraibô
(“Un buen vagabundo veterano”, 1966). Con ellas asentó las bases de
este tipo de comedias populares, repletas de personajes humanistas y que
simplemente pretendían entretener mostrando la felicidad de los demás.
Él quería que esa felicidad que mostraba en pantalla llegara a contagiar
al espectador, y realmente así fue. Hay que pensar que Japón estuvo
sumido en una larga posguerra, asediada en todo momento por las fuerzas
de ocupación estadounidenses comandadas por el general MacArthur, con lo
cual, esas historias ligeras que filmaba eran un digno entretenimiento
para esas generaciones pretéritas al desarrollismo económico nipón y que
tan mal lo habían pasado en la Segunda Guerra Mundial (ya fueran niños,
excombatientes o las esposas de los mismos). Sus primeras óperas
primas (tal vez las más desconocidas para el espectador occidental)
tuvieron aceptación entre un público variopinto. Por ende, su cine se
fue extendiendo, y si ha sobrevivido al paso del tiempo ha sido gracias
al soporte incondicional de jubilados y hombres de mediana edad que, por
perfil generacional, fueron los descubridores del Yamada primerizo.
Sin duda alguna, esos primeros años sirvieron para marcar las bases de
su cine, acomodando posiciones en la industria cinematográfica nipona
para que generaciones posteriores pudiesen nutrirse de sus historias, de
la misma manera que lo habían hecho esos aldeanos de poblaciones
remotas que contemplaban sus primeros filmes con entusiasmo y felicidad.
Pero se acercaban los 70, y con ellos,
una fuerte crisis en el sector, acrecentada por la implantación masiva
del televisor en todo hogar japonés. Yamada no plantó cara a las majors, como sí hicieron Nagisa Ôshima, Shôhei Imamura o Akira Kurosawa; se limitó a idear la saga que reportaría grandes beneficios económicos a la Shôchiku, es decir, Tora-san, dejando que la “nueva ola” la liara con sus discursos fílmicos afines a la lucha obrera de por aquel entonces. Yamada
siguió sus postulados: rodar a la manera clásica, aunque eso no
significaba que sus historias aborrecieran por su reiteración
argumental. Un método de trabajo que ha permanecido intacto hasta sus
más recientes producciones, como si ese cine que tanto aprecian ciertos
aficionados al cine clásico japonés no hubiese pasado de moda (el mismo
que Takeshi Kitano critica en Kantoku Banzai, burlándose cariñosamente de realizadores como Yazujirô Ozu). Por este motivo, el cine de Yamada se
beneficia de una falta de modernidad, permitiéndole así seguir
promoviendo una manera de rodar completamente desfasada en la actualidad
y que para nada debe ser visto con negatividad. Ese cine que parece
anquilosarse en una bobina mal cambiada o en un fotograma mal ensamblado
es el que parece marcar la dinámica de sus filmes, de la misma manera
que lo marcan las célebres películas de Keisuke Kinoshita. Y es
que en el fondo, todo está inventado, y el academicismo clásico es el
que es. Seguramente, en los tiempos que corren, saber distinguir entre
una obra de Yôji Yamada, una película de Kinoshita de perenne duración y una copia restaurada de alguna producción de Hiroshi Shimizu
(el primero en promover la destrucción de la estructura lineal
clásica), parece tarea imposible en un simple visionado. Todo queda
reducido al academicismo, al obsoleto blanco y negro (suerte que Yamada directamente rodó en color) y, en definitiva,
al gusto del propio consumidor. Y de entrada, el consumidor de cine
japonés de nuestro país solamente conoce al bueno de Tora-san y algunas
producciones concretas de los últimos años de su larga filmografía.
Natural y comprensible, ya que este imprescindible director ha sido
ignorado por las distribuidoras a nivel mundial. Por esta razón, vamos a
remarcar algunas de sus películas más emblemáticas fuera del serial de Tora-san y
que fueron rodadas en un momento en que la economía japonesa, en aras a
una expansión que le llevase a convertirse en potencia mundial, no
contempló su cine como potencial colonizador cultural (como sí lo había
hecho en la década de los años 50). Dos de las mejores producciones que
siguen esa línea costumbrista del “gendai geki” son Kazoku (Family, 1970) y Furusato (Home from the Sea,
1972), de temáticas similares, ya que mediante la ejemplificación de
dos familias obreras, nos enseña, precisamente, ese crecimiento
industrial que experimentó Japón a mediados de los 70. Difíciles de ver
si no es a través del formato doméstico de importación, pero no estaría
de más que alguna Filmoteca española apostará por Yamada de una vez por todas, o al menos por esos filmes que fueron recompensados por la Academia Japonesa: la hasta ahora desconocida El Pañuelo Amarillo de la Felicidad (1977); la extraordinaria Musuko (My Sons, 1991), que no deja de ser un relato de amor en la más rica tradición de las “renai eiga” (películas románticas); Gakkô (A Class To Remember,
1993), increíble relato sobre las conversaciones que mantiene un
profesor con sus estudiantes de un instituto público nocturno (que a
nadie se le pase por la cabeza encontrar en ella las revolucionarias
palabras de Robin Williams en El Club de los Poetas Muertos) y que generó una tetralogía; y El Ocaso del Samurai. Obviamente, tampoco debemos olvidar Kinema no Tenchi (Final Take: The Golden Age of Movies,
1986), imprescindible película donde las haya producida por la
Shôchiku, para rememorar el cincuenta aniversario del legendario estudio
Ofuna y que fue supervisada por Tsuruo Iwama (uno de los máximos patrones de la compañía), que se empeñó en crear esa línea de edulcoradas películas en las que Yamada trabajó
durante un breve período de tiempo y que han pasado a denominarse
“melodramas Ofuna” (aunque yo las llamaría “comedias Ofuna” porque ahora
resultan un tanto autoparódicas). También fue el guionista de Tsuri Baka Nisshi (“Diario
de un chiflado idiota por la pesca”), una alargada serie de comedias
sobre la pesca deportiva basadas en un longevo manga de los 80 de Jûzô Yamazaki y Ken’ichi Kitami
y del que el realizador parece ser fiero lector (aunque nunca se haya
atrevido a dirigir ninguna). Ejemplos cinematográficos, pues, de un
hombre sencillo que no pretendía renovar demasiado la industria
cinematográfica de su país, pero que inconscientemente la remodeló de
pies a cabeza. Hasta que probó suerte con el “jidai geki” y con
solemnidad quiso demostrar que podía honorar a este otro gran género de
las artes japonesas de una forma compleja, profundizando con rigurosidad
insondable sobre la figura del samurái, sin rehusar a su sencillez
argumental.
El Ocaso del Samurai (2002), The Hidden Blade (2004) y Love & Honor (2006) configuran una trilogía “jidai geki” muy sólida, un cine de samuráis majestuoso, que le ha servido para que otorguen a Yôji Yamada
el distintivo del nuevo maestro del cine de época contemporáneo (valga
la contradicción). Las pequeñas e intensas batallas que se suceden en
estas películas pueden recordar a esos chanbara tan bien facturados por realizadores como Hideo Gosha o Kihachi Okamoto, sin pasar por alto un filme que siempre ha pasado algo inadvertido por el seguidor del cine japonés como es Silence (1971), de Masahiro Shinoda,
al que le debe muchísimo toda esta trilogía. Tal vez, y por la poca
penetración de estos tres mencionados cineastas en nuestro país, esos
pocos minutos de choques con espadas, que configuran esas breves
secuencias de acción, a muchos les recuerde a los momentos álgidos de
los filmes de samuráis que dirigió Akira Kurosawa (siempre salvando distancias). Incluso el ritmo de esta trilogía difiere con el de los chanbara contemporáneos (exceptuando La Espada del Samurai, de Yojiro Takita),
más preocupados en tecnificar el término con el uso de efectos
especiales y la reubicación de esos parajes feudales en ambientes
urbanos (la posmodernización a la orden del día). Incluso, si cogemos
una producción reciente como Hana (Hirokazu Koreeda, 2006), veremos que para nada contempla ese clasicismo genérico: en muchos chanbara (incluidos los de Yamada), la manera de vivir del samurai entronca con la filosofía del bushidô, mientras que en la reciente producción de Koreeda,
el samurái parece estar buscando aislarse de todo ese mundo de
guerreros nobles, como si intentará cargarse ese estamento sacralizado
al que pertenece. Yendo al grano: los samuráis de las películas de Yamada se sienten muy orgullosos de pertenecer a este
estamento, lo que no significa que no puedan cuestionarlo. Así pues,
podemos afirmar que esta trilogía contiene la filosofía del “bushidô”,
el camino que el octogenario guerrero necesitaba para terminar de cerrar
su círculo profesional. Y es que como hemos visto, hasta que no empezó a
rodar El Ocaso del Samurai, poco jidai geki había rodado
(por no decir ninguno). Recordemos que lo suyo eran las historias
contemporáneas ciertamente humanistas, cuyo espíritu ha trasladado a
esta trilogía tan bien definida y que sirve de excusa para apreciarla en
toda su magnitud: mientras que en El Ocaso del Samurai, un guerrero de bajo rango vive más preocupado por proteger a su familia que no por desenvainar su katana (ansiando casarse con su amor platónico), en The Hidden Blade,
un samurai (también enamorado) intenta frenar una conspiración que han
perpetrado contra él, evitando cualquier acto que promueva la violencia,
a la que recurrirá si no hay más remedio. Para cerrar con Love & Honor,
donde refleja la dedicación y fidelidad de muchos samuráis con su amo y
sirve para demostrar la valentía de un veterano maestro del séptimo
arte para afrontar un género en el que se mueve como pez en el agua. Yamada nos
sugiere con esta trilogía que el pasado feudal japonés forma parte de
la idiosincrasia del pueblo japonés, y como tal, hemos de respetarlo.
No se puede ser aficionado al cine
japonés si no se conoce la figura de Tora-san. A cualquier japonés que
roce los 50 y se le pregunte por este caballeroso personaje sabrá
responderte con una mirada nostálgica. Pero… ¿quién es Tora-san? ¿Qué lo
hace tan especial? Tora-San es el apelativo de Torajirô Kuruma, un
solitario personaje surgido de la imaginación del propio Yamada,
que se dedicaba a la venta ambulante con su fiel maletín y su desgastado
sombrero. Este entrañable personaje fue encarnado por Kiyoshi Atsumi
hasta su muerte, que con su cara de pan, supo darle un aire especial
que rápidamente se apoderó de todos los corazoncitos japoneses
(especialmente de los del público femenino). Tora-san apareció por
primera vez en 1969 en Otoko wa Tsurai Yo (que podría traducirse como “es duro ser un hombre”) y, dado su éxito, al cabo de pocos meses se puso en marcha la secuela: Zoku Otoko wa Tsurai Yo (también conocida por Tora San’s Cherished Mother).
Fue en realidad a partir del tercer filme cuando se optó por dar más
empaque a Tora-san en los títulos de cara a su promoción, añadiendo un
subtítulo que venía a avanzar lo que le sucedería al personaje en el
largometraje en cuestión o incluso a mencionarlo por debajo del título
oficial en una tipografía más diminuta. Así, la tercera entrega se
tituló Otoko wa Tsurai yo: Fûten no Tora (“Es duro ser un hombre:
su tierno amor). Cabe decir que el inicio de esta saga fue la salida
económica para la Shôchiku, que había experimentado un declive en
taquilla a consecuencia de la televisión y de la fuerte competencia del
sector (la Nikkatsu vendía como rosquillas sus “roman porno” a pequeñas
salas; la Toei se inventó las “pinky violence” y la Daiei había iniciado la saga Zatoichi).
En un abrir y cerrar de ojos, las películas que precedieron se conocían
por el nombre del personaje y no por su título oficial, más el
mencionado titular que indicaba en que líos se metía el bueno de
Tora-san. De hecho, los argumentos que conformaban cada película de esta
longeva saga (48 en total, de las cuales Yamada se encargó de
46) seguía la misma estructura básica: Torajirô llegaba a algún lugar
remoto para ofrecer sus servicios, viéndose envuelto en algún pequeño
lío, que terminaba con algún romance de por medio. Y es que eso sí que
lo tenía Tora-san: ¡se ligaba a toda pueblerina que se le cruzase por
delante! Era un romántico empedernido, con su sonrisa de oreja a oreja
(típica mueca de Kiyoshi Atsumi). Por este motivo, estos filmes
fueron tan populares entre las mujeres de mediana edad de la época (y
también entre algunas jovencitas). De hecho, la interpretación que
ofrecía Atsumi parecía salida de una típica “ninkyo eiga”, es decir, esas películas caballerescas protagonizadas por “yakuza” que se debatían entre el amor hacia su dama y los principios de su clan. Este subgénero del “yakuza eiga”
se llegó a emparentar con ciertas producciones de Tora-san. En
realidad, toda la saga siempre se debatió entre la comedia y un buen “shomin-geki eiga”
(que podría definirse como un drama sobre gente común o sobre la clase
trabajadora), es decir, producciones que relataban las vidas de las
clases humildes. Y es que Torajirô procedía de Shibamata (perteneciente
a Katsushika, uno de los últimos barrios o ciudades anexadas a Tokio),
un lugar marcado por la humildad de sus habitantes y donde residía parte
de su familia. Precisamente, es en Shibamata donde se ubica el Museo
oficial de Tora-san, peregrinaje para los amantes del cine japonés y
seguidores del personaje. La estación de Shibamata ya es un claro
indicativo de dónde estamos, pues una figura de Tora-san nos espera para
darnos una cálida recepción. Ésa es la sensación que transmiten sus
producciones al visionarlas: una extraña calidez que nos conduce a un
sentimiento nostálgico por ese cine empático con sus seguidores. Lástima
que Tora-san muriese en 1995 con Kyoshi Atsumi. Quedémonos pues con el séptimo film de la saga: Tora-san, the Good Samaritan, cuyo título refleja lo que de verdad significa este personaje (y el propio Yamada) para el público japonés.
Tora-san nos permite hablar del
excelente refinamiento del “gendai geki”, de la pormenorizada
descripción de esas callejuelas, ambientes, locales… que se resisten a
desaparecer, a ser engullidas por las mastodónticas y acristaladas
torres babilónicas de las grandes metrópolis niponas. De las maneras de
hacer de la gente de antaño, de la jerga de esos distritos de grandes
ciudades en los que sus vecinos aun promueven el pequeño comercio de
toda la vida. En Kabei (Nuestra Madre, 2008), pero sobre todo, en Otôto-san (2010) y en Una Familia en Tokio
(2013), se perpetúa esa inmortalización del Japón respetuoso,
protocolario, de las buenas formas. La que más se distancia, por el
período de posguerra que retrata, es Kabei. De hecho, en ésta, Yamada ofrece pinceladas directas de ese mencionado “shomin geki” pero en
su estado embrionario, ese que en su momento era apreciado en los cines
de barrio de esos distritos más deprimidos porque fue rodado al alimón
con la dura época con la que debían lidiar su público potencial. Además
la viste de polémica al reconsiderar todas esas valoraciones
nacionalistas extremistas que pusieron en jaque al pueblo nipón durante
la Segunda Guerra Mundial. Las leves críticas que efectúa con cierta
sorna dudo que ofendiesen a nadie, pero su discurso sí se podría
emparentar ligeramente con el de escritores como Kenzaburô Ôe o Masuji Ibuse,
grandes humanistas y sociólogos cuyas visiones reflexivas entorno al
conflicto bélico que hundió Japón en la miseria desde siempre han
suscitado cierta controversia. En todo caso, el objetivo de Yamada
no era encender la mecha de la polémica, y sí establecer un puente de
diálogo con el espectador a través de una sufrida esposa y madre de
familia que debe defender a su marido ante los de su comunidad después
de que sea acusado de comunista. Se aparta, pues, de las misivas
incendiarias que pueda contener subversivamente éste relato que pretende
rememorar un pasado muy oscuro mediante un elaborado guión y unos
diálogos solemnemente muy bien trazados. Y teniendo en cuenta que la
rodó con 76 añitos, se podría decir que fue todo un reto para él. El
mismo reto que le supuso encarar el rodaje de Una Familia de Tokio a los 82 años, remake del Cuentos de Tokio (1953) de Ozu y que tuvo que ser pospuesta por orden expresa de Yamada
al coincidir el inicio de su rodaje con el terrible terremoto del 11 de
Marzo de 2011 y su posterior tsunami que afecto toda la zona Tôhoku.
Ahora solo anhelamos poder ver en breve The Little House, el drama que ha rodado basándose en una novela de Kyoko Nakajima y en la que su actriz protagonista, Haru Kuroki (que pronto veremos en Silver Spoon, el “live-action” que se está preparando sobre el divertidísimo manga de agricultura de homónimo nombre dibujado por la autora Hiromu Arakawa),
ganó el Oso de Plata como mejor actriz en la reciente edición de la
Berlinale. Un premio que también sirve, en menor medida, para conmemorar
la longeva carrera de un cineasta consagrado por sus espectadores
entregados; un buen samaritano que sobrevive al paso de las Eras con
mucho decoro y humildad.
Un reportaje de Eduard Terrades Vicens
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