lunes, 31 de marzo de 2014

YÔJI YAMADA: EL BUEN SAMARITANO, en CineAsia.net

Otôsan, si aprendo a coser podré hacer kimonos, pero… ¿para qué me servirá estudiar los libros?”
“Bueno…seguramente nunca te será tan útil como coser. Pero ten en cuenta que estudiar los libros te da el poder de pensar. Aunque el mundo cambie, si tienes el poder de pensar, siempre sobrevivirás de algún modo. Y es válido tanto para chicos como para chicas.” (Conversación entre hija y padre extraída de El Ocaso del Samurái).   

1. Yoji Yamada2-LoveHonor 

Un samaritano de la Era Showa
Quedan muy pocos cineastas japoneses vivos a los que podríamos considerar como clásicos, de clásicos samaritanos, cuyas citas sean tan reveladoras como la reproducida más arriba. Yôji Yamada es uno de ellos. Él es un buen samaritano de la Era Shôwa (1926~1989), pues nació en los albores de esta longeva Era regida ideológicamente por el Emperador Hirohito, concretamente un 13 de Septiembre de 1931 en la ciudad de Toyonaka (zona de Kansai). Lo suyo es el puro clasicismo cinematográfico, amparado por una pulcra formalidad extraída del “gendai geki eiga” de posguerra. Ese cine que relataba el día a día de los conciudadanos japoneses es el que mejor domina: esos planos alargados mostrando la vida rutinaria de aquellos ciudadanos resignados con su felicidad prefabricada, dedicados a trabajar de sol a sol para mantener a sus familias, pero siempre con una sonrisa en la boca, son los que mejor resumen el engranaje de sus “gendai geki”. En cierto modo, esta dinámica filmada de forma acompasada es la misma que utilizaba el humanista Yasujirô Ozu en sus largometrajes, cuyos argumentos y escenarios parecían reciclarse de producción en producción, pero que le servían perfectamente para desarrollar sus propuestas entorno a las relaciones paterno-filiales. Yamada no sigue los métodos excéntricos impuestos por Ozu, ni tampoco su estilo técnico (es decir, planos estáticos y rodados a ras de suelo con algún leve plano secuencia entrecortado), sino que impone otra manera de rodar y de desarrollar sus historias. La familia tampoco constituye el núcleo central de sus filmes, mostrándose más interesado en recrear los momentos joviales de las personas. También muestra los pulmones de las grandes ciudades japonesas: esa plebe obstruida por la pujanza económica de un Japón que había perdido el miedo al fracaso personal y en el que sus proletariados veían su futuro con un ilusorio optimismo. Y ese optimismo lo plasma perfectamente en sus películas: los personajes tienden a ser apacibles, y eso hace que sus filmes nos dejen un buen sabor de boca, ya que consiguen serenar nuestras mentes. En cierto modo, su cine podría emparentarse perfectamente con el de Mikio Naruse: ambos realizan cine costumbrista, pero utilizando métodos de trabajo muy equidistantes entre sí (Yamada respetaba a sus actores, Naruse no). Tampoco filmaban de la misma manera, pero los dos seguían a raja tabla ese academicismo que veía peligrar su existencia, a consecuencia de los turbulentos años que se acercaban para la industria del cine japonés. Y es que Yamada empezó en la Shôchiku en 1954 como ayudante de dirección, justo después de licenciarse en la Universidad de Tokio. Tuvieron que pasar hasta siete años para que le dejaran dirigir su primer film: la comedia Nikai no Tanin (su traducción, más o menos literal, sería “Los extraños de la planta de arriba”). A continuación siguió los pasos de tantos otros cineastas afiliados a ésta compañía: entró en el estudio Ofuna y se especializó en comedias del tipo Baka Marudashi (“Exposición de un idiota”, 1964) o Natsukashi Fûraibô (“Un buen vagabundo veterano”, 1966). Con ellas asentó las bases de este tipo de comedias populares, repletas de personajes humanistas y que simplemente pretendían entretener mostrando la felicidad de los demás. Él quería que esa felicidad que mostraba en pantalla llegara a contagiar al espectador, y realmente así fue. Hay que pensar que Japón estuvo sumido en una larga posguerra, asediada en todo momento por las fuerzas de ocupación estadounidenses comandadas por el general MacArthur, con lo cual, esas historias ligeras que filmaba eran un digno entretenimiento para esas generaciones pretéritas al desarrollismo económico nipón y que tan mal lo habían pasado en la Segunda Guerra Mundial (ya fueran niños, excombatientes o las esposas de los mismos). Sus  primeras óperas primas (tal vez las más desconocidas para el espectador occidental) tuvieron aceptación entre un público variopinto. Por ende, su cine se fue extendiendo, y si ha sobrevivido al paso del tiempo ha sido gracias al soporte incondicional de jubilados y hombres de mediana edad que, por perfil generacional, fueron los descubridores del Yamada primerizo. Sin duda alguna, esos primeros años sirvieron para marcar las bases de su cine, acomodando posiciones en la industria cinematográfica nipona para que generaciones posteriores pudiesen nutrirse de sus historias, de la misma manera que lo habían hecho esos aldeanos de poblaciones remotas que contemplaban sus primeros filmes con entusiasmo y felicidad.
2. Yamada- El Pañuelo Amarillo de la FelicidadEl melodrama como terapia: el Yamada amable en los años del Milagro Económico
Pero se acercaban los 70, y con ellos, una fuerte crisis en el sector, acrecentada por la implantación masiva del televisor en todo hogar japonés. Yamada no plantó cara a las majors, como sí hicieron Nagisa Ôshima, Shôhei Imamura o Akira Kurosawa; se limitó a idear la saga que reportaría grandes beneficios económicos a la Shôchiku, es decir, Tora-san, dejando que la “nueva ola” la liara con sus discursos fílmicos afines a la lucha obrera de por aquel entonces. Yamada siguió sus postulados: rodar a la manera clásica, aunque eso no significaba que sus historias aborrecieran por su reiteración argumental. Un método de trabajo que ha permanecido intacto hasta sus más recientes producciones, como si ese cine que tanto aprecian ciertos aficionados al cine clásico japonés no hubiese pasado de moda (el mismo que Takeshi Kitano critica en Kantoku Banzai, burlándose cariñosamente de realizadores como Yazujirô Ozu). Por este motivo, el cine de Yamada se beneficia de una falta de modernidad, permitiéndole así seguir promoviendo una manera de rodar completamente desfasada en la actualidad y que para nada debe ser visto con negatividad. Ese cine que parece anquilosarse en una bobina mal cambiada o en un fotograma mal ensamblado es el que parece marcar la dinámica de sus filmes, de la misma manera que lo marcan las célebres películas de Keisuke Kinoshita. Y es que en el fondo, todo está inventado, y el academicismo clásico es el que es. Seguramente, en los tiempos que corren, saber distinguir entre una obra de Yôji Yamada, una película de Kinoshita de perenne duración y una copia restaurada de alguna producción de Hiroshi Shimizu (el primero en promover la destrucción de la estructura lineal clásica), parece tarea imposible en un simple visionado. Todo queda reducido al academicismo, al obsoleto blanco y negro (suerte que Yamada directamente rodó en color) y, en 3. El Pañuelo amarillo DVD Españadefinitiva, al gusto del propio consumidor. Y de entrada, el consumidor de cine japonés de nuestro país solamente conoce al bueno de Tora-san y algunas producciones concretas de los últimos años de su larga filmografía. Natural y comprensible, ya que este imprescindible director ha sido ignorado por las distribuidoras a nivel mundial. Por esta razón, vamos a remarcar algunas de sus películas más emblemáticas fuera del serial de Tora-san y que fueron rodadas en un momento en que la economía japonesa, en aras a una expansión que le llevase a convertirse en potencia mundial, no contempló su cine como potencial colonizador cultural (como sí lo había hecho en la década de los años 50). Dos de las mejores producciones que siguen esa línea costumbrista del “gendai geki” son Kazoku (Family, 1970) y Furusato (Home from the Sea, 1972), de temáticas similares, ya que mediante la ejemplificación de dos familias obreras, nos enseña, precisamente, ese crecimiento industrial que experimentó Japón a mediados de los 70. Difíciles de ver si no es a través del formato doméstico de importación, pero no estaría de más que alguna Filmoteca española apostará por Yamada de una vez por todas, o al menos por esos filmes que fueron recompensados por la Academia Japonesa: la hasta ahora desconocida El Pañuelo Amarillo de la Felicidad (1977); la extraordinaria Musuko (My Sons, 1991), que no deja de ser un relato de amor en la más rica tradición de las “renai eiga” (películas románticas); Gakkô (A Class To Remember, 1993), increíble relato sobre las conversaciones que mantiene un profesor con sus estudiantes de un instituto público nocturno (que a nadie se le pase por la cabeza encontrar en ella las revolucionarias palabras de Robin Williams en El Club de los Poetas Muertos) y que generó una tetralogía; y El Ocaso del Samurai. Obviamente, tampoco debemos olvidar Kinema no Tenchi (Final Take: The Golden Age of Movies, 1986), imprescindible película donde las haya producida por la Shôchiku, para rememorar el cincuenta aniversario del legendario estudio Ofuna y que fue supervisada por Tsuruo Iwama (uno de los máximos patrones de la compañía), que se empeñó en crear esa línea de edulcoradas películas en las que Yamada trabajó durante un breve período de tiempo y que han pasado a denominarse “melodramas Ofuna” (aunque yo las llamaría “comedias Ofuna” porque ahora resultan un tanto autoparódicas). También fue el guionista de Tsuri Baka Nisshi (“Diario de un chiflado idiota por la pesca”), una alargada serie de comedias sobre la pesca deportiva basadas en un longevo manga de los 80 de Jûzô Yamazaki y Ken’ichi Kitami y del que el realizador parece ser fiero lector (aunque nunca se haya atrevido a dirigir ninguna). Ejemplos cinematográficos, pues, de un hombre sencillo que no pretendía renovar demasiado la industria cinematográfica de su país, pero que inconscientemente la remodeló de pies a cabeza. Hasta que probó suerte con el “jidai geki” y con solemnidad quiso demostrar que podía honorar a este otro gran género de las artes japonesas de una forma compleja, profundizando con rigurosidad insondable sobre la figura del samurái, sin rehusar a su sencillez argumental.
4. Yamada-El Ocaso del Samurai cartelJidai Geki vs Gendai Geki
El Ocaso del Samurai (2002), The Hidden Blade (2004) y Love & Honor (2006) configuran una trilogía “jidai geki” muy sólida, un cine de samuráis majestuoso, que le ha servido para que otorguen a Yôji Yamada el distintivo del nuevo maestro del cine de época contemporáneo (valga la contradicción). Las pequeñas e intensas batallas que se suceden en estas películas pueden recordar a esos chanbara tan bien facturados por realizadores como Hideo Gosha o Kihachi Okamoto, sin pasar por alto un filme que siempre ha pasado algo inadvertido por el seguidor del cine japonés como es Silence (1971), de Masahiro Shinoda, al que le debe muchísimo toda esta trilogía. Tal vez, y por la poca penetración de estos tres mencionados cineastas en nuestro país, esos pocos minutos de choques con espadas, que configuran esas breves secuencias de acción, a muchos les recuerde a los momentos álgidos de los filmes de samuráis que dirigió Akira Kurosawa (siempre salvando distancias). Incluso el ritmo de esta trilogía difiere con el de los chanbara contemporáneos (exceptuando La Espada del Samurai, de Yojiro Takita), más preocupados en tecnificar el término con el uso de efectos especiales y la reubicación de esos parajes feudales en ambientes urbanos (la posmodernización a la orden del día). Incluso, si cogemos una producción reciente como Hana (Hirokazu Koreeda, 2006), veremos que para nada contempla ese clasicismo genérico: en muchos chanbara (incluidos los de Yamada), la manera de vivir del samurai entronca con la filosofía del bushidô, mientras que en la reciente producción de Koreeda, el samurái parece estar buscando aislarse de todo ese mundo de guerreros nobles, como si intentará cargarse ese estamento sacralizado al que pertenece. Yendo al grano: los samuráis de las películas de Yamada se sienten muy orgullosos de pertenecer a 5. Yamada-Hidden Blade carteleste estamento, lo que no significa que no puedan cuestionarlo. Así pues, podemos afirmar que esta trilogía contiene la filosofía del “bushidô”, el camino que el octogenario guerrero necesitaba para terminar de cerrar su círculo profesional. Y es que como hemos visto, hasta que no empezó a rodar El Ocaso del Samurai, poco jidai geki había rodado (por no decir ninguno). Recordemos que lo suyo eran las historias contemporáneas ciertamente humanistas, cuyo espíritu ha trasladado a esta trilogía tan bien definida y que sirve de excusa para apreciarla en toda su magnitud: mientras que en El Ocaso del Samurai, un guerrero de bajo rango vive más preocupado por proteger a su familia que no por desenvainar su katana (ansiando casarse con su amor platónico), en The Hidden Blade, un samurai (también enamorado) intenta frenar una conspiración que han perpetrado contra él, evitando cualquier acto que promueva la violencia, a la que recurrirá si no hay más remedio. Para cerrar con Love & Honor, donde refleja la dedicación y fidelidad de muchos samuráis con su amo y sirve para demostrar la valentía de un veterano maestro del séptimo arte para afrontar un género en el que se mueve como pez en el agua. Yamada nos sugiere con esta trilogía que el pasado feudal japonés forma parte de la idiosincrasia del pueblo japonés, y como tal, hemos de respetarlo.
6. Yamada-Tora-san1El fenómeno Tora-San
No se puede ser aficionado al cine japonés si no se conoce la figura de Tora-san. A cualquier japonés que roce los 50 y se le pregunte por este caballeroso personaje sabrá responderte con una mirada nostálgica. Pero… ¿quién es Tora-san? ¿Qué lo hace tan especial? Tora-San es el apelativo de Torajirô Kuruma, un solitario personaje surgido de la imaginación del propio Yamada, que se dedicaba a la venta ambulante con su fiel maletín y su desgastado sombrero. Este entrañable personaje fue encarnado por Kiyoshi Atsumi hasta su muerte, que con su cara de pan, supo darle un aire especial que rápidamente se apoderó de todos los corazoncitos japoneses (especialmente de los del público femenino). Tora-san apareció por primera vez en 1969 en Otoko wa Tsurai Yo (que podría traducirse como “es duro ser un hombre”) y, dado su éxito, al cabo de pocos meses se puso en marcha la secuela: Zoku Otoko wa Tsurai Yo (también conocida por Tora San’s Cherished Mother). Fue en realidad a partir del tercer filme cuando se optó por dar más empaque a Tora-san en los títulos de cara a su promoción, añadiendo un subtítulo que venía a avanzar lo que le sucedería al personaje en el largometraje en cuestión o incluso a mencionarlo por debajo del título oficial en una tipografía más diminuta. Así, la tercera entrega se tituló Otoko wa Tsurai yo: Fûten no Tora (“Es duro ser un hombre: su tierno amor). Cabe decir que el inicio de esta saga fue la salida económica para la Shôchiku, que había experimentado un declive en taquilla a consecuencia de la televisión y de la fuerte competencia del sector (la Nikkatsu vendía como rosquillas sus “roman porno” a pequeñas salas; la Toei se inventó las “pinky violence” y la Daiei había iniciado la saga Zatoichi). En un abrir y cerrar de ojos, las películas que precedieron se conocían por el nombre del personaje y no por su título oficial, más el mencionado titular que indicaba en que líos se metía el bueno de Tora-san. De hecho, los argumentos que conformaban cada película de esta longeva saga (48 en total, de las cuales Yamada se encargó de 46) seguía la misma estructura básica: Torajirô llegaba a algún lugar remoto para ofrecer sus servicios, viéndose envuelto en algún pequeño lío, que terminaba con algún romance de por medio. Y es que eso sí que lo tenía Tora-san: ¡se ligaba a toda pueblerina que se le cruzase por delante! Era un romántico empedernido, con su sonrisa de oreja a oreja (típica mueca de Kiyoshi Atsumi). Por este motivo, estos filmes fueron tan populares entre las mujeres de mediana edad de la época (y también entre algunas jovencitas). De hecho, la interpretación que ofrecía Atsumi parecía salida de una típica “ninkyo eiga”, es decir, esas películas caballerescas protagonizadas por “yakuza” que se debatían entre el amor hacia su dama y los principios de su clan. Este subgénero del “yakuza eiga” se llegó a emparentar con ciertas producciones de Tora-san. En realidad, toda la saga siempre se debatió entre la comedia y un buen “shomin-geki eiga” (que podría definirse como un drama sobre gente común o sobre la clase trabajadora), es decir, producciones que relataban las vidas de las clases humildes. Y es que Torajirô procedía de Shibamata (perteneciente a  Katsushika, uno de los últimos barrios o ciudades anexadas a Tokio), un lugar marcado por la humildad de sus habitantes y donde residía parte de su familia. Precisamente, es en Shibamata donde se ubica el Museo oficial de Tora-san, peregrinaje para los amantes del cine japonés y seguidores del personaje. La estación de Shibamata ya es un claro indicativo de dónde estamos, pues una figura de Tora-san nos espera para darnos una cálida recepción. Ésa es la sensación que transmiten sus producciones al visionarlas: una extraña calidez que nos conduce a un sentimiento nostálgico por ese cine empático con sus seguidores. Lástima que Tora-san muriese en 1995 con Kyoshi Atsumi. Quedémonos pues con el séptimo film de la saga: Tora-san, the Good Samaritan, cuyo título refleja lo que de verdad significa este personaje (y el propio Yamada) para el público japonés.
CARAT OUR.fh11Hacia el final del ocaso
Tora-san nos permite hablar del excelente refinamiento del “gendai geki”, de la pormenorizada descripción de esas callejuelas, ambientes, locales… que se resisten a desaparecer, a ser engullidas por las mastodónticas y acristaladas torres babilónicas de las grandes metrópolis niponas. De las maneras de hacer de la gente de antaño, de la jerga de esos distritos de grandes ciudades en los que sus vecinos aun promueven el pequeño comercio de toda la vida. En Kabei (Nuestra Madre, 2008), pero sobre todo, en Otôto-san (2010) y en Una Familia en Tokio (2013), se perpetúa esa inmortalización del Japón respetuoso, protocolario, de las buenas formas. La que más se distancia, por el período de posguerra que retrata, es Kabei. De hecho, en ésta, Yamada ofrece pinceladas directas de ese mencionado “shomin geki” pero en su estado embrionario, ese que en su momento era apreciado en los cines de barrio de esos distritos más deprimidos porque fue rodado al alimón con la dura época con la que debían lidiar su público potencial. Además la viste de polémica al reconsiderar todas esas valoraciones nacionalistas extremistas que pusieron en jaque al pueblo nipón durante la Segunda Guerra Mundial. Las leves críticas que efectúa con cierta sorna dudo que ofendiesen a nadie, pero su discurso sí se podría emparentar ligeramente con el de escritores como Kenzaburô Ôe o Masuji Ibuse, grandes humanistas y sociólogos cuyas visiones reflexivas entorno al conflicto bélico que hundió Japón en la miseria desde siempre han suscitado cierta 8. UnaFamiliaDeTokio_DVD_Frontalcontroversia. En todo caso, el objetivo de Yamada no era encender la mecha de la polémica, y sí establecer un puente de diálogo con el espectador a través de una sufrida esposa y madre de familia que debe defender a su marido ante los de su comunidad después de que sea acusado de comunista. Se aparta, pues, de las misivas incendiarias que pueda contener subversivamente éste relato que pretende rememorar un pasado muy oscuro mediante un elaborado guión y unos diálogos solemnemente muy bien trazados. Y teniendo en cuenta que la rodó con 76 añitos, se podría decir que fue todo un reto para él. El mismo reto que le supuso encarar el rodaje de Una Familia de Tokio a los 82 años, remake del Cuentos de Tokio (1953) de Ozu y que tuvo que ser pospuesta por orden expresa de Yamada al coincidir el inicio de su rodaje con el terrible terremoto del 11 de Marzo de 2011 y su posterior tsunami que afecto toda la zona Tôhoku.
Ahora solo anhelamos poder ver en breve The Little House, el drama que ha rodado basándose en una novela de Kyoko Nakajima y en la que su actriz protagonista, Haru Kuroki (que pronto veremos en Silver Spoon, el “live-action” que se está preparando sobre el divertidísimo manga de agricultura de homónimo nombre dibujado por la autora Hiromu Arakawa), ganó el Oso de Plata como mejor actriz en la reciente edición de la Berlinale. Un premio que también sirve, en menor medida, para conmemorar la longeva carrera de un cineasta consagrado por sus espectadores entregados; un buen samaritano que sobrevive al paso de las Eras con mucho decoro y humildad.   
Un reportaje de Eduard Terrades Vicens


sábado, 22 de marzo de 2014

JEANNE DIELMAN, en Letrinas



Para estas cosas sería preferible dejar pasar un tiempo prudencial, permitir que el poso de sus imágenes se vaya asentando en la memoria y sólo entonces, después de comprobado el peso que deja en el recuerdo, tirarse a la piscina o a la socorrista de la piscina con una valoración tan contundente. Pero sinceramente no me apetece ser prudente.  Y menos cuando nos referimos a una propuesta tan excesiva y falta de moderación como la de Chantal Akerman, sólo comparable en radicalidad a la estima que siento por ella. Porque Jeanne Dielman,  23 quai du Commerce, 1080 Bruxelles figura desde ya entre mis diez películas favoritas de todos los tiempos. Y además se postula como firme candidata a hacerse algún día, quién podría asegurarlo, con el primer puesto...

Si tuviera que definirla en unas cuantas palabras, si me obligárais a sintetizar sus 193 minutos en apenas una frase lapidaria diría sencillamente, y no me temblaría la voz, que con ella Akerman tuvo la valentía de filmar lo que Antonioni u Ozu soñaron toda su vida y nunca tuvieron cojones de hacer.  Jeanne Dielman es un milagro del séptimo arte que logra despojar al cine de cuantas cicatrices estigmatizan necesariamente el cuerpo de un medio que es, por definición, puro artificio. Todas las yagas de la ficción se desvanecen en ella, se volatilizan en el paroxismo de lo artificioso para persuadirnos, y de qué manera, de que asistimos al terrible espectaculo de la vida cotidiana tal cual, sin filtros, ni aditivos ni conservantes. Lo cual, por supuesto, constituye una enorme mentira, pero una mentira tan bien armada que cualquiera estará dispuesto a aceptarla como verdad. 
Posicionada así en el polo más  opuesto que quepa imaginar al cine estrafalario de David Lynch o  al pretencioso de  Lars von Trier, a los que sin embargo da sopas con honda en cuanto a arrojo, sinceridad y extremismo, para mí Jeanne Dielman supone una lección antológica de cómo debe construirse el discurso cinematográfico, un discurso que se aleja radicalmente de los resortes y engranajes propios de la literatura o  que se desnuda por completo de cualquier intención pseudofilosófica. Un discurso que se revela además como genuínamente cinematográfico en cada uno de sus planos, en cada una de sus secuencias, en cada uno de sus silencios. La película de Akerman dice y habla  de muchas cosas, pero las dice y las habla como le corresponde decirlas y hablarlas al cine, como en definitiva sólo el cine puede hacerlo: con la rotunda elocuencia que se desprende de la fisicidad de las imagenes en movimiento, signifique eso lo que sea que se suponga deba significar.
Insisto, un chute puro de cine, el más puro que recuerde haberme metido nunca pal cuerpo.
 



lunes, 3 de marzo de 2014

LOS PARAGUAS DE CHERBURGO, por Carlos Giménez Soria

D

 "Aunque los musicales son un producto americano
también los hay europeos"
Lars von Trier

 Dentro de la nouvelle vague francesa surgida a finales de los años 50, aparecieron muchos cineastas con estilos muy diferentes. Uno de ellos fue el desaparecido Jacques Demy, cuya admiración por el musical americano le condujo a experimentar con nuevas formas plásticas de combinar la música con las imágenes. Después de debutar con Lola (1960), ópera prima en la que ya asomaban las características que pronto se apreciarían en sus films posteriores, Demy se volcó decididamente en su particular exploración de las posibilidades expresivas de ese cine musical que había sido abordado con tanta ligereza en los Estados Unidos. La originalidad de sus planteamientos a la hora de mezclar el melodrama romántico con el género musical dio como resultado una obra innovadora que tuvo gran impacto entre crítica y público. La primera película que Demy realizó dentro de esta línea fue Los paraguas de Cherburgo (1964), coproducción franco—alemana que en su día se alzó con la Palma de Oro en el Festival de Cannes y catapultó la carrera de la actriz Catherine Deneuve.

Fotograma de Los paraguas de Cherburgo.

El argumento secciona el film en tres partes: la partida, la ausencia y el regreso. La primera parte se inicia en noviembre de 1957 y nos muestra la historia de amor entre Geneviève (Catherine Deneuve), una muchacha que trabaja en una tienda de paraguas, y Guy (Nino Castelnuovo), un joven mecánico algo mayor que ella. La pareja tiene previsto casarse, pero Guy es llamado para cumplir el servicio militar en Argelia por un periodo de dos años. Ante la incertidumbre de cuando volverán a verse, ambos deciden pasar su última noche juntos. La segunda parte nos presenta a Geneviève encinta y en una situación constante de soledad e indecisión: las cartas de Guy se vuelven cada vez más infrecuentes y vagas y, al mismo tiempo, ella recibe la proposición de matrimonio de Roland Cassard (Marc Michel), un joyero que está dispuesto a hacerse cargo de la criatura. Apremiada por su madre (Anne Vernon), la joven acepta casarse con el diamantista y se marcha de Cherburgo. En la tercera parte, Guy regresa y se va sintiendo paulatinamente más triste ante la nueva situación. Desorientado y taciturno, decide casarse con Madeleine (Ellen Farmer), la joven que cuidaba de la tía enferma de Guy —ahora fallecida—, y abre una gasolinera con el dinero de la herencia. En un epílogo, ubicado temporalmente en diciembre de 1963, Geneviève y Guy vuelven a encontrarse: ella se detiene accidentalmente con su automóvil a repostar en la gasolinera de Guy. Para entonces, ambos ya han rehecho sus vidas y no tienen nada que decirse.

Fotograma de Los paraguas de Cherburgo.
Fotograma de Los paraguas de Cherburgo. 

El final de la película se nos antoja irremediablemente triste siempre que lo volvemos a ver. La frialdad con la que ambos se tratan nos sugiere una sensación de conformismo y resignación respecto a sus vidas actuales, actitud que procuran enmascarar bajo el semblante de dos rostros endurecidos por las circunstancias que les han caído en suerte. A tal efecto contribuyen decisivamente los fenómenos naturales y el vestuario presentados en la escena: la acción tiene lugar de noche, en mitad de una nevada, y, mientras que Guy viste un mono de trabajo, Geneviève luce un vestido muy elegante que marca la diferencia social que los separa.

Por otra parte, la escena inicial ya nos da la medida de las pretensiones estéticas de Jacques Demy. Mediante un fundido en negro con apertura en iris, vemos un plano general del puerto de Cherburgo desde una ángulo elevado. La cámara lleva a cabo una pausada panorámica vertical que sitúa el objetivo en picado, en posición perpendicular al suelo. Instantáneamente, empieza a llover y apreciamos como las gotas de agua en su caída se alejan progresivamente del primer plano. Al mismo tiempo, comenzamos a escuchar la sentimental partitura de Michel Legrand y observamos a la gente cruzando el cuadro de la pantalla en distintas direcciones. De repente, una fila de paraguas se detiene para dejar pasar a una madre que lleva a su bebé en un carrito. En la pantalla, aparece en sobreimpresión el título original de la película.
Fotograma de Los paraguas de Cherburgo.

Lejos estamos en ese momento de sospechar que Los paraguas de Cherburgo es una obra con los diálogos íntegramente cantados a modo de ópera. La extrañeza inicial que este hecho puede producir en el espectador se supera rápidamente por el desmelenadísimo romanticismo fatalista que rezuma el film y uno pasa a encontrarse súbitamente cautivado por la belleza pictórica de los decorados de Bernard Evein y los emotivos compases de la música de Legrand. La grandeza del cine de Jacques Demy reside precisamente en el talento con el que es capaz de combinar dichos elementos y concederles especial relevancia. La decoración está muy trabajada a nivel cromático de manera que el uso del color, por irreales que resulten sus tonalidades, tenga un significado expresivo en cada escena. Abundan los colores vivos en las escenas alegres y los colores oscuros en las escenas tristes (como, por ejemplo, la despedida en la estación de tren) y su intensidad está muy mesurada. La ropa, los muebles y el papel pintado de las paredes de las habitaciones son un verdadero espectáculo pictórico deudor de los cuadros de Matisse. En ello, hallamos, pues, una ruptura voluntaria con la realidad y una intencionada artificiosidad colorista con la que Demy subraya su voluntad de estilo.
Fotograma de Los paraguas de Cherburgo. 
No obstante, todos estos componentes reunidos a la vez en una película podrían sugerirnos una fácil caída en la sensiblería más espantosa y visualmente llamativa. Sin embargo, Demy los maneja con una habilidad que aparta a la obra en todo momento del terreno de la cursilería y la introduce en el de la amargura propia de las historias de amor truncadas por el propio devenir de la vida. Un devenir que conduce a las personas por caminos de circularidad en medio de los cuales se dan encuentros, separaciones y pérdidas definitivas que tienen lugar por la propia naturaleza azarosa y casual de la existencia humana. Sin ir más lejos, el personaje que finalmente se casa con Geneviève, Roland Cassard, había sido el joven enamorado de Anouk Aimée que finalmente partía hacia un destino desconocido en la antes mencionada Lola.
Fotograma de Los paraguas de Cherburgo.El momento álgido de romanticismo en Los paraguas de Cherburgo es la citada escena de la despedida de la pareja en la estación de tren. Se trata de una escena a la que el cineasta francés trata de dar un énfasis especial, subrayando su relevancia por medio de una planificación muy clásica y precisa —que nos recuerda las despedidas de las grandes historias de amor hollywoodenses— y también mediante el uso de la canción Je t'attendrai, que previamente ya ha sido anunciada como leitmotiv musical de la película y que constituyó uno de los éxitos más populares del compositor Michel Legrand. 

Fotograma de Los paraguas de Cherburgo.

En vista de los buenos resultados obtenidos con Los paraguas de Cherburgo, Jacques Demy trató de adentrarse más plenamente en el terreno del musical americano con su siguiente película Las señoritas de Rochefort (1967), donde además hizo bailar a las hermanas Catherine Deneuve y Françoise Dorléac acompañadas por el veterano coreógrafo y bailarín estadounidense Gene Kelly. Por desgracia, el resultado no acabó de cuajar, aunque ambas películas han pasado a componer, junto con Lola, un tríptico sobre las ciudades francesas de provincias.

Pese a todo, la experiencia no desanimó a Demy, quien, casi veinte años después de Los paraguas de Cherburgo, volvió a rodar otra película íntegramente cantada, Una habitación en la ciudad (1982), que suple el romanticismo de su precedente por medio de una historia de tintes más realistas y con un final absolutamente descorazonador.