sábado, 8 de febrero de 2014

RED ROCK WEST, por Antonio Santamaría



Frente al manierismo formal de thrillers como Sangre fácil* (1984) o a las incursiones nostálgicas en el pasado de obras como La brigada del sombrero (Mulholland Falls, 1996; Lee Tamahori) o El diablo vestido de azul (The Devil in Blue Dres, 1995; Cari Franklin), frente a la reconstrucción de los contenidos críticos del cine negro de trabajos como Distrito 34: Corrupción total* (1990) y frente a la búsqueda de nuevos caminos expresivos que revelan títulos como Uno de los nuestros* (1990), existe también otra serie de obras que, como Un paso en falso* (1992) o Aflicción* (1997), proponen una nueva forma de acercamiento al género a partir de la reutilización de sus códigos y arquetipos en una serie de ficciones ambientadas en el presente. 

Dentro de esta última vía se sitúa también Red Rock West, una película de John Dahl que forma parte -junto con La muerte golpea dos veces (Kill Me Again, 1989) y La  última seducción (The Last Seduction, 1994)- de la trilogía de filmes negros del director que, bajo la sombra del novelista James M. Cain y con reminiscencias del mejor cine negro de los años cuarenta, reactualiza el arquetipo de la mujer fatal dentro de unas ficciones enclavadas en ámbitos rurales, formalmente muy estilizadas, presididas por un cierto sentido del humor y que se nutren de los elementos más característicos del género. 

El argumento de la película narra la aventura desafortunada de Michael William (Nicolás Cage), un ex marine herido en una pierna tras el atentado integrista a la embajada norteamericana en el Líbano, que llega al pueblecito de Red Rock en busca de trabajo. El azar hace que Wayne Brown (J. T. Walsh) -sheriffy, al mismo tiempo, dueño del principal bar de la localidad- le confunda con el asesino que ha contratado para asesinar a su mujer Suzanne (Lara Flynn Boyle). Ello conduce a Michael a entablar contacto con ésta, que le ofrece el doble por matar a su marido, y a introducirse en una sórdida historia donde no falta un botín de quinientos mil dólares y la presencia amenazadora del verdadero asesino, Lyle (Dennis Hopper). 

Estirando las peripecias de la intriga casi hasta el límite, toda la primera hora de la narración se reduce al intento de Michael por escapar de su destino mientras una y otra vez, hasta contabilizar cuatro en total, se encuentra condenado a regresar a Red Rock para verse introducido por el azar en una boca del lobo tras otra (primero en la de Wayne, luego en la de Lyle y, por último, en la de Suzanne). Sincero y honrado, como justifican las dos escenas iniciales de la película, Michael se ve envuelto en la turbia atmósfera de un pueblo perdido en Wyoming, dominado por la ambición, la mentira y las traiciones constantes, y donde el sheriffy su mujer resultan ser, paradójicamente, los antiguos atracadores de la empresa donde ambos trabajaban antes. 

Si en esa voluntad de jugar con la intriga, para darle sucesivas vueltas de tuerca, no resulta difícil rastrear la huella de un título anterior de Joel Coen como Sangre fácil (cuya influencia se detecta también en las tres escenas que tienen como marco la carretera de entrada al pueblo), otro tanto sucede con el contenido del filme y una obra como Perdición * (1944), la película de Billy Wilder que toma su argumento de la novela homónima -en el título inglés de la película- de James M. Cain.  

En el caso de Red Rock West el asesinato del marido de Phillys Dietrichson en aquella se sustituye por el encargo cruzado de asesinato del matrimonio Brown y la «doble indemnización» del seguro de vida a que alude el título original de la obra de Wilder y del propio Cain (Double Indemnity) por la suma doble que Suzanne ofrece a Michael por matar a Wayne. Igualmente el arquetipo de mujer fatal, que representa la rubia Phyllis en Perdición, toma ahora las formas de una morena, pero igual de peligrosa y de menudita: la citada Suzanne. 

Desde otro punto de vista, el intento de escapada a México que, en varias de las ficciones de los años cuarenta, parece representar la huida hacia sociedades más primitivas y menos corruptas se convierte, en el trabajo de John Dahl, en un simple juego o, incluso, en un pretexto narrativo para atraer a Michael, una vez más, a Red Rock. Y otro tanto cabe decir de la secuencia donde Lyle, después de matar a uno de los policías del pueblo, mordisquea el sandwich de pollo del agente en una prueba de sangre fría que recuerda a la de Cody Jarret en Al rojo vivo* (1949) o a la del trío formado por Henry, Tommyy James en Uno de los nuestros* (1990).

Las reminiscencias del cine negro clásico no se agotan, sin embargo, en estos ejemplos y alcanzan su mejor exponente, sobre todo, en el último tercio de la historia, con la presencia del arquetipo de la mujer fatal, encarnado por Suzanne, dotando de mayor densidad y tensión dramática a la narración. La película entra así en un nuevo territorio donde, sin prescindir del todo del ingenio de la intriga, las relaciones que se entablan entre los cuatro personajes dominan las imágenes y donde la casi innata capacidad para mentir de Michael -un típico perdedor, como se revela desde la apertura de las imágenes- parece reservarle las peores bazas en el juego. Toda la atmósfera del filme se vuelve más turbia y más espesa en definitiva y, dentro de ese universo proceloso, Suzanne, aunque no alcanza el grado de maldad ni la inteligencia criminal de Bridget Gregory (Linda Fiorentino) en el título de Dahl que cierra la trilogía, acaba convirtiéndose en el motor de los manejos criminales hasta el cierre del relato. 

Con dos ex marines (Michael y Lyle) bebiendo mientras entonan un «Siempre fieles» que no resiste ni siquiera el paso de una escena a otra, con este último atravesado por la bayoneta de la estatua de un soldado en el cementerio de Red Rock y con unos diálogos secos y teñidos de humor, la película acaba destilando, en el fondo, unas acidas gotas de ironía sobre el destino de estos seres y, más allá aún, sobre la dulce conformidad de un pueblo capaz de elegir como sheriffa un atracador si éste, a cambio, los invita a unos tragos de whisky en su bar. 

Una puesta en escena estilizada y una planificación muy funcional y rigurosa, siempre atenta a dejar claros los hilos de la intriga y las evoluciones de los distintos personajes, dan a las imágenes una fuerza interna y una solidez suficientes para que John Dahl pueda deslizar por ellas un relato ágil y fluido, inteligente y pesimista al mismo tiempo, y que contiene, dentro de él, algunas de las mejores esencias del añejo cine negro.



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